Por mucho que se empeñen, no pueden alcanzar un acuerdo. La talla de nuestros políticos no da para más y han vuelto a desoír el llamamiento que les hizo el paciente rey Felipe VI. La única fidelidad que conservan es a sus posiciones anteriores y consideran inevitables unas nuevas elecciones que podrían evitarse si coincidieran en algo, en vez de discrepar en todo. Somos tan poco formales que no hay forma de entenderse. Incluso el más acreditado de los pelmazos, Pedro Sánchez, tan inasequible al desaliento como a desalentarnos, va a usar su última munición para que su estampido lo oigan los de Podemos. Por fortuna, todavía hay gente que cree que el futuro es mejorable a condición de rescatarlo de las rodillas de los dioses, donde suele descansar, y enseñarle a caminar llevándole de la mano, para que no tropiece con Podemos, cuyo líder es el único que sabe lo que quiere.
Todo está en manos de la generación que viene porque ya ha venido. La anterior percibe que le huele el culo a pólvora, pero ese efluvio también es sospechoso. A los que somos sinceramente mayores nos han engañado tantas veces que confundimos la verdad y nos refugiamos en la duda, que es la antesala, pero está llena y no hay dónde sentarse. Están muy igualados los que creen que unos nuevos comicios, que salen carísimos, no son necesarios y los que opinan que son irremediables. Ambas actitudes entran en lo que el gran Píndaro, que hacía epinicios a los atletas todo el tiempo que no empleaba en verles duchándose, llamaba «el campo de lo posible». Ahora ese campo está al descampado, pero todos estamos en campaña. ¿A quién votan las personas decentes? Hay muchas, contando a los resignados y a los escépticos de nacimiento, y las elecciones generales están tan cerca como parecen, mientras se ondean banderas republicanas aprovechando que el aire es de todos. Y recordando aquel noble intento fallido que ilusionó a nuestros mayores, que eran como niños. Siempre hay que hacerse ilusiones, porque nadie nos las da hechas.