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El estímulo de la verdad

12 octubre 2024 14:40 | Actualizado a 12 octubre 2024 14:40
Mikel Iturbe
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«Antes, cuando alguien quería conocer qué pasaba, salía a la calle. Hoy, para enterarse de lo que ocurre, la gente se mete en casa». La frase, pronunciada por Antoni Coll hace unos cuantos años en la redacción de ‘Diari de Tarragona’, resume a la perfección muchos de los problemas que padece el periodismo y, por qué no decirlo, también la profesión. Intercambien casa por móvil y descubrirán en detalle aquello que angustia al periodismo. El ágora ha desaparecido. El espacio compartido y común en el que una sociedad conversaba, permitiendo que los ciudadanos tomasen conciencia de su condición de actores de lo público, se ha esfumado. Los medios de comunicación no solo han perdido el monopolio de la producción y distribución de la información, sino que también han visto cómo se diluía su crédito como moderadores del debate público, de los grandes asuntos que permiten que una sociedad crezca y se interrogue a sí misma. Hoy se han multiplicado los canales de información hasta generar cierta bulimia, que hace que se ignore no solo la calidad de aquello que se consume, sino también las preocupaciones compartidas que fijan las prioridades de una sociedad. Existe un extendido gen egoísta, que ha adquirido ya la condición de pandemia, contra el que el periodismo ha entablado una batalla desigual.

El concepto de opinión pública de Jürgen Habermas hace tiempo que mutó para convertirse en opinión publicada; un cambio que no hizo sino expulsar a un buen número de ciudadanos del entorno de los medios. Fueron muchos los que decepcionados se sumergieron en un militante descreimiento, provocando que desde los medios se respondiera con una equivocada reacción dirigida a despreciar a los que se sentían ignorados.

Como consecuencia de tamaña torpeza, el periodismo perdió buena parte de su grandeza fundacional, la que procedía del convencimiento de que la defensa de la verdad y la infatigable búsqueda del deseo de objetividad eran la razón de ser de la profesión. Relegado el estímulo que implica sostenerse apoyado en la autoridad moral de buscar la verdad, la profesión se inclinó hacia las trincheras, convirtiéndose en una actividad obligada a tomar parte. Así, sin extrañezas ni extravagancias se toleró que la ideología se colase en las redacciones y que los titulares viajasen hasta un punto donde los hechos quedaron relegados. ¿Había llegado un nuevo periodismo? Arthur Miller señaló que «un buen periódico es una nación hablándose a sí misma». Sin duda alguna sobre la ajustada definición de Miller, el evolucionado camino tomado por la profesión parece desvincularse de su responsabilidad como catalizador del mayor número de conversaciones.

Este ‘totum revolutum’ ha permitido que sean demasiados los pilares de la profesión que se han alterado, habiendo cambiado, incluso, el concepto de lo que es noticia. Me gusta, por precisa, la definición que dicta que noticia es aquello que alguien no quiere que se publique. La frase, que pese a las múltiples atribuciones de autoría mantiene una condición apócrifa, resume la tensión innata que existe en las redacciones cuando un periodista destapa una exclusiva. Son las noticias aquello que nos ancla con la profesión, porque contar lo que pasa y hacerlo desde una voluntad de control al poder, desde la exigencia que implica la reclamación de responsabilidades, es algo, sencillamente, tan emocionante como imprescindible. Somos periodistas y nuestra condición exige una responsabilidad que no podemos sacrificar en beneficio de una comodidad acompasada al ritmo de un diapasón gobernado por aquellos que no creen en la misión de los medios.

Leyendo todo lo anterior podría inferirse que el periodismo presenta una mala salud, pero permítanme que les anuncie que este enfermo continúa valiéndose por sí mismo y muestra unas terribles ganas de vivir. Cuenta con la capacidad de quien posee una mala salud de hierro, una solvencia que se despliega en los momentos más críticos y que, paradójicamente, ha logrado un progresivo consenso sobre su necesidad. Tan solo les ruego que recuerden el papel desempeñado por los llamados medios convencionales durante la etapa de la covid.

Con enérgica seguridad son muchos los que señalan que en este periodo de la historia, que nos permite convivir con ingentes cantidades de contenido, existe una sobreabundancia de noticias que, extrañamente, no cumplen la función de explicar qué es lo que ocurre. Puede que entre tantos ‘links’ y enmarañados accesos se descubra algo interesante, pero el contenido ‘per se’ no es sinónimo de información, de buena información.

No hay duda de que el futuro se dividirá entre aquellos que tengan acceso a una información de calidad y aquellos otros que, creyéndose suficientemente informados, terminen perdidos en una confusa espesura de noticias falsas con apariencia de verdad. Saber escoger, aprender a discriminar, es el reto al que se enfrenta la sociedad en los próximos años.

Ante esta evidencia, el futuro, más que complicado, se presenta retador. La inteligencia artificial no deja de ser una oportunidad y la extensión universal de las informaciones gracias a nuestras webs habrá de garantizar un mayor compromiso con la verdad. Se creará más y mejor, y la intoxicación informativa tenderá a rebajarse, eso sí, siempre y cuando las grandes marcas periodísticas, aquellas que se definen por su condición reconocible, asuman la oportunidad que tienen ante sí.

Fíense de medios como ‘Diari de Tarragona’, de periódicos que cuentan con una redacción bien entrenada y que poseen un NIF y una dirección a la que, en caso de duda o queja, uno puede acercarse dando un paseo. Redacciones que no están instaladas en la nube o en un planeta lejano ajeno de los intereses de una comunidad y que saben que la profesión se debe a sus lectores. Confíen en aquellos editores y periodistas a los que se les puede poner rostro, aquellos que asumen su responsabilidad desde una exigencia de servicio. ¡Enhorabuena por estos 215 años de buen periodismo!

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