Después de los cinco días de reflexión, Pedro Sánchez confirmó ayer que continuará como presidente del Gobierno. Más allá del espíritu que se halla tras esta decisión y el modo en que se anunció, lo que no se le puede negar al líder de los socialistas es la necesidad de regenerar la vida política de este país, sumergida desde hace años en un fango irrespirable y en una crispación a la que han contribuido prácticamente todos los partidos, si bien es cierto que unos más que otros.
La extrema polarización y el exceso de hiperventilación que han llevado al Congreso un ambiente tabernario donde no faltan los insultos personales han generado un tóxico frentismo guerracivilista asentado en una demonización del adversario que todo lo justifica para apartarlo del poder o impedir que acceda a él, una batalla que tiene lugar en un lodazal que ha salpicado incluso a familiares de altos cargos.
Precisamente, fue este el detonante de la insólita reacción del presidente, al ver cómo un juzgado admitía a trámite una denuncia del sindicato de extrema derecha Manos Limpias contra su mujer por presunto tráfico de influencias y corrupción en los negocios, una demanda basada en informaciones periodísticas que los propios demandantes admitían que podían ser falsas.
Es muy probable por tanto que la denuncia tenga muy poco recorrido, pero es de entender que el presidente se pregunte si merece la pena. Desde luego, lo que merece la pena es acabar de una vez con la pestilencia que envilece la política española, en la que se han traspasado demasiadas líneas rojas que nunca debieron superarse.
Porque ni siquiera en política todo vale. La regeneración de la vida pública, que debe volver a los cauces del respeto entre adversarios, de la negociación y del diálogo constructivo, es una tarea que interpela y debemos exigir a todos los partidos.
Está en juego no solo la salud de la democracia, sino también la convivencia pacífica. Si este episodio consigue eso, ya habrá merecido la pena.