El hecho de que el sueldo de más de la mitad de los pensionistas de Tarragona no llegue al salario mínimo interprofesional, fijado en 1.080 euros en 14 pagas, refleja un problema de gran relevancia.
Y no solo económico –que también–, sino incluso con graves derivaciones sociales y psicológicas, toda vez que la escueta pensión tiene efectos negativos en un envejecimiento saludable y les impide realizar algunas actividades, lo que contribuye al incremento de la soledad no deseada, un fenómeno que golpea con especial crudeza a nuestros mayores.
Pero incluso en las pensiones se aprecia una brecha de género que hace que las mujeres perciban de media hasta un 33% menos que los hombres. Es el resultado de una carrera laboral más corta, con más empleos a tiempo parcial, salarios más bajos y numerosos parones. En efecto, muchas de las que ahora tienen más de 70 años limpiaron, plancharon y cocinaron en las casas sin cotizar a la Seguridad Social.
Y quienes lo hacían, a menudo pedían reducciones de jornada o dejaban de trabajar para cuidar a hijos o padres, pero no siempre volvían a sus empleos cuando terminaban estas labores que realizaban de forma preferente solo por el hecho de ser mujeres.
Además, la brecha de género en las pensiones se concentra en las profesiones más feminizadas, y que abarcan los cuidados de niños y población mayor, las labores domésticas y la enseñanza, entre otras. Es decir, que la brecha que existe en el mundo laboral se traslada con los años a las pensiones. La solución a esta desigualdad pasa por subir los salarios, sobre todo los más precarios, porque tienen esa perspectiva de género, así como corregir las interrupciones en la vida laboral de las mujeres e igualarlas a las de los hombres e incrementar los complementos en las pensiones mínimas y las de viudedad.
En definitiva, se trata de avanzar hacia una sociedad que considere a la mujer, tanto en lo laboral como en el resto de ámbitos, en un plano de total igualdad con el hombre.