Elon Musk acaba de adquirir Twitter, una de las plataformas más influyentes del mundo. Ha pagado un altísimo precio y hasta el momento solo ha desvelado un par de cartas retóricas del objetivo real de su apuesta: devolver la libertad de expresión a Twitter y convertirla en la plaza del pueblo global sin fines crematísticos. Pero detrás de esos mofletes de pierrot y la sonrisa de Joker funciona una mente visionaria y audaz, pero también imprevisible.
Sus empresas son líderes en los sectores de la movilidad, el espacio, la inteligencia artificial y la energía, lo que le convierte en un actor capaz de condicionar Gobiernos, desafiar a los mercados y abrir nuevas fronteras económicas y comunitarias. Políticamente parece un tanto diletante como cualquier adinerado empresario que se precie y se ha descrito a sí mismo como medio demócrata y medio republicano. Sus territorios preferidos de intervención son internet, las energías renovables y el espacio. Y su visión del mundo pasa por la robotización del trabajo, el desarrollo sin límites de la inteligencia artificial y una renta básica planetaria.
Mientras medios y opinión estén preocupados por la gestión que propone el nuevo dueño de Twitter para la plataforma, las cuentas suspendidas que recupera o no, como la de Trump, o si permite contenidos de odio y desinformación bajo la bandera de la libertad, Musk estará diseñando los instrumentos para influir en la opinión dominante a nivel global. La cuestión es: ¿qué visión del mundo, de la economía, de la política, del cambio climático quiere imponer?