De virus y transiciones: Uruguay, un espejo que mirar

Este pequeño país entre el mar y grandes vecinos no es una economía de primer orden, pero sí puede ser un lugar del que aprender algunas cosas sobre cohesión social y solidez democrática

15 diciembre 2020 21:40 | Actualizado a 16 diciembre 2020 06:22
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Mientras intentamos averiguar hasta qué hora nos podemos comer el turrón y si podremos cruzar los límites comarcales para ir a ver a los padres pero no a los suegros (o al revés, todo es cuestión de perspectiva), algunas pequeñas noticias se cuelan por entre las rendijas sin dejar apenas rastro. El otro día podíamos leer algunas notas breves sobre la muerte de Tabaré Vázquez, expresidente de un pequeño país con el que me unen fuertes lazos familiares, pero aún más lazos de admiración por algunos de los rasgos que definen a su sociedad.

De Uruguay aquí sabemos más por Luis Suárez que por el difunto expresidente, pero para mí lo más remarcable de la muerte por cáncer del mencionado Vázquez, un oncólogo que no dejó de ejercer ni durante su presidencia, son las reacciones incluso de sus acérrimos rivales políticos. Y entre ellas se cuenta la del actual jefe de estado, el conservador Luis Lacalle Pou (la huella catalana en la política uruguaya es notable).

Tabaré Vázquez llevó a la izquierda uruguaya al triunfo electoral en 2005, solo 20 años después del fin de la terrible década de dictadura militar que reprimió, «desapareció» y torturó como otros regímenes del cono sur. Y muchos de los miembros de esa candidatura de izquierdas eran represaliados de esa dictadura con muchos años de prisión y tortura, e incluso había exmiembros de la guerrilla armada. Es decir, que se completaba una transición de verdad, en la que la derecha que desde la independencia había manejado el país por lo civil o lo criminal aceptaba que la izquierda de verdad ejerciera el poder. Claro que uno de los presidentes anteriores a Vázquez, Luis Alberto Lacalle (el padre del actual), era conservador pero también había pasado por la cárcel de los uniformados defensores del orden. Quizás eso de que líderes de todo el espectro político pasaran por las cárceles franquistas, uy perdón, quería decir de los prisiones uruguayas, aclara bastante dónde están las líneas que marcan los bandos de la democracia.

Así también se entiende mejor que la muerte de Tabaré fuera saludada con auténtico respeto por los conservadores, por mucho que defiendan soluciones sociales casi opuestas. Eso quedó patente también cuando apenas hace dos meses el célebre Pepe Mujica, que alternó presidencia de izquierdas con Tabaré Vázquez, se retiró de su escaño de senador. Lo dejaba a sus 85 años por los riesgos para su salud por la actual pandemia, y a la vez que él también colgaba las botas otro ilustre senador, el derechista Julio Sanguinetti, que fue el primer presidente democrático tras la dictadura. Ambos dejaron el senado entre elogios mutuos. Y Mujica vertió unas palabras que en estas latitudes casi duelen: «en mi jardín hace décadas que no cultivo el odio, aprendí una dura lección que me impuso la vida: que el odio nos acaba volviendo estúpidos, nos hace perder la objetividad». No está mal para alguien que empuñó las armas y pasó quince años de prisión y tortura (parte de ellos retratados en La noche de 12 años, disponible en una de esas plataformas que nos unen).

Toda esta cohesión política es síntoma de algo más profundo, de un contrato sólido entre una sociedad y sus representantes, y eso tiene traducciones muy tangibles. Hace un siglo, el Uruguay gobernado por José Batlle (miembro de una dinastía política clave, originaria de Sitges) ya tenía ley del divorcio, una clara separación entre iglesia y estado y una serie de derechos básicos de los trabajadores que por aquí tardaron aún décadas en llegar (o en arraigar tras el espejismo de la segunda República). Y desde la llegada de la izquierda al Gobierno, se ha dado una inversión en sanidad que ronda el 20% (más del doble que la española) que, entre otras cosas, ha permitido que el impacto del maldito virus haya sido mucho menor que otros países americanos y equiparable al que ha registrado en países mucho más ricos.

Ahora ya podemos seguir pensando en los turrones y los límites del Tarragonès y el Baix Camp.

Pau Miranda. Periodista tarraconense especializado en información internacional. Durante quince años cubrió información de Oriente Medio y el sur de Asia para diversos medios catalanes y estatales. También ha sido responsable de comunicación de Médicos sin Fronteras en Afganistán. 

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