El Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación destapó la semana pasada un escándalo financiero envuelto en cifras verdaderamente mareantes: 370 periodistas de 76 países, un año de trabajo en más de un centenar de medios de comunicación, cuatro décadas de operaciones opacas documentadas en 11,5 millones de archivos, implicación de 214.488 sociedades de 200 estados diferentes... Nada más conocerse la envergadura de la información filtrada, la Fiscalía Especializada Contra la Delincuencia Organizada de Panamá ordenó el inmediato registro de las oficinas de la sede y las filiales de Mossack Fonseca, un despacho que arrastraba desde hace años una reputación ciertamente dudosa. El gobierno caribeño se mostró especialmente interesado en aparentar externamente una indignación sobreactuada, una actitud caricaturesca que pretendía disimular inútilmente su proverbial connivencia con las cuentas turbias. Resultaba imposible considerar verosímil semejante reacción de doncella mancillada, toda una tradición en los países que atraen depósitos gracias a una pétrea opacidad financiera y una tributación prácticamente nula (o como diría nuestro ministro de justicia, Rafael Catalá, una “diferente cultura fiscal”).
Pese a las estratosféricas cantidades globales que se manejan estos días y los nombres de relumbrón que aparecen sucesivamente en los periódicos, nos equivocaríamos si centrásemos nuestra atención en estas informaciones impactantes y cegadoras. Por muy alarmantes que nos parezcan los documentos de Panamá, el dato verdaderamente relevante no es su extraordinaria importancia cuantitativa, sino su ridículo valor relativo: esta pequeña república centroamericana asume sólo una pequeña parte de las sociedades offshore del planeta, y los datos revelados esta semana apenas significan el 5% del movimiento panameño. En consecuencia, es más que probable que este alud de operaciones fraudulentas apenas signifique una centésima parte del dinero oculto en paraísos fiscales a nivel global. El viejo runrún que ha circulado inmemorialmente entre las clases medias sobre la impunidad fiscal que han disfrutado las grandes fortunas comienza a convertirse en una evidencia contante y sonante.
Quienes intentan defender la bondad del actual modelo económico pretenden convencernos de que la revelación de estas informaciones demuestra que el sistema funciona. Continúan tomándonos por tontos. ¿Acaso los papeles de Panamá han sido destapados por las autoridades judiciales o tributarias? Este gran chiringuito fiscal (sospechosamente repleto de parientes de grandes personalidades) se ha desmontado gracias a un hacker que ha filtrado sus datos al periódico alemán Süddeutsche Zeitung. De hecho, si llega a ser por los aparatos públicos de control tributario, los Soria y compañía seguirían campando por sus respetos como patrióticos cotizantes de honorabilidad ejemplar. El sistema no funciona ni ha funcionado nunca. O mejor dicho, ha funcionado perfectamente, pero no la farsa que se nos ha vendido desde las tribunas oficiales, sino el modelo verdaderamente diseñado para salvaguardar los privilegios de sus responsables. Sin embargo, parece que los cortafuegos edificados por los autores intelectuales del actual modelo económico comienzan a saltar por los aires.
Ciertamente, hoy es imposible afirmar sin sonrojarse que el estado del bienestar occidental se basa en una fiscalidad progresiva que se aplica a todos los ciudadanos sin excepción. La información está convirtiendo nuestra historia reciente en una novela de ficción, gracias a una tecnología que ha transformado el mundo en un lugar ridículamente pequeño y crecientemente transparente. Y este cambio de perspectiva no sólo afecta a la problemática de los paraísos fiscales: hace sólo unos años estábamos convencidos de que los espionajes masivos e indiscriminados eran cosa de conspiranoicos, habríamos apostado porque las grandes marcas como Volkswagen o Mitsubishi estaban sometidas a un control exhaustivo, nos negábamos a creer que nuestros grandes partidos eran máquinas perfectamente engrasadas para cometer irregularidades sistemáticas… Incluso algunos consideraban a Jordi Pujol o a José María Aznar un modelo de comportamiento cívico. Hoy esos mitos comparten estantería con los Reyes Magos y el Ratoncito Pérez, cándidas leyendas destinadas a dulcificar nuestra existencia.
La temperatura social está cambiando, y el signo de los tiempos nos lleva a preferir la incomodidad de la verdad a la tranquilidad de la ignorancia. De hecho, muchos de nuestros jóvenes ya no se sienten inspirados por deportistas o expedicionarios, sino por tipos más o menos peculiares que ya forman parte de la historia por haber levantado el velo que nublaba nuestra mirada: Edward Snowden, Hervé Falciani, Chelsea Manning, Julian Assange… Ya hemos dado el primer paso: exigimos conocer esa verdad que hoy se nos muestra menos opaca que en el pasado, para así poder actuar en consecuencia.
Lamentablemente, lo que estamos conociendo no es precisamente positivo, una evidencia que nos aboca a una encrucijada con tres posibles salidas: la primera es apostar por lo malo conocido y seguir nadando en la inmundicia (si alguien cree que nadie podría ser capaz de defender esta postura, le sugiero que repase los resultados electorales del pasado 20 de diciembre); la segunda es considerar que el actual modelo es insalvable, y en consecuencia procede romper con cualquier vestigio del pasado (una actitud osada pero también adanista e inquietante, sobre todo cuando la enarbola quien en el fondo parece querer repetir viejos procesos que siempre han desembocado en un mero cambio de caras en los mismos tronos); y la tercera es utilizar los propios recursos del sistema para extirpar los males que impiden trasladar a la realidad los bonitos discursos que pronuncian nuestros gobernantes.
Probablemente sea éste último el camino más razonable, pero la democracia representativa se articula sobre una delegación de soberanía basada en la confianza, y es precisamente la fe en las élites políticas y económicas la que se ha quebrado. Si las nuevas clases dirigentes occidentales no son capaces de convencernos de que su prioridad serán los intereses generales, en vez de sus privilegios y los de sus amigos, nos aguarda un futuro sumamente incierto.
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