«Qué país será el faro del mundo en esta primera mitad del siglo XXI?», se pregunta Antón Costas en un artículo publicado en la prensa catalana que se titula ‘La nueva mentalidad económica’. Y él mismo se responde que, en contra de lo que muchos pensaban cuando Donald Trump reinaba en Estados Unidos y no había llegado todavía la gran pandemia, no va a ser la prometedora China esta luminaria sino, pese a todo, los Estados Unidos.
En efecto, ante la introspección norteamericana del cuatrienio de Trump, que generó una gran desigualdad interior, parecía que aquel país ordenado y emprendedor que es China, con un gran dinamismo económico y tecnológico y una gran capacidad para salvar de la pobreza y elevar hasta la clase media a grandes masas depauperadas, había de ser el modelo, pese a su régimen rígidamente autoritario, ya que tan magníficos resultados no podían lograrse, parecía, por los métodos de la democracia clásica.
Ahora, con la llegada de Joe Biden a la presidencia estadounidense, ‘la otra América’ ha despertado de su ensoñación aletargada y, tras haber resuelto en un par de meses la gran pandemia (ya hay allá vacunas para todos), los Estados Unidos regresan a la globalización, sus grandes tecnológicas brillan con fulgor y Washington vuelve a ser el crisol de las ideologías, de la investigación y la ciencia, de las visiones modernas del mundo.
Europa, desorientada, rechazó a Donald Trump y no se dejó tentar en exceso por China, oponiéndose acertadamente al desarrollo de la publicitada ‘ruta de la seda’, un gran intento de marketing colonialista.
Ello sumió al continente europeo en la inopia y el desconcierto, hasta que Alemania la sacó del letargo con el descubrimiento de los fondos New Generation. Bruselas debe ahora subirse al carro norteamericano y asirse a la referencia de Washington para ponerse nuevamente al paso de la competitividad.