Los desesperados están traspasando sus propios límites y el problema de la inmigración se ha convertido en el de la invasión. Miles de personas, cada una de ellas con su corazoncito y su estomaguito, han cruzado a pie Grecia, Macedonia y Serbia buscando la forma de llegar a la Unión Europea, donde les ha dicho que todo el mundo tiene algo que comer. Los gobiernos tratan de cerrarles el paso a los apátridas, porque disminuirían la ración de los patriotas y no hay para todos, ya que las banderas no son comestibles aunque el asunto tenga mucha tela. Los que huyen en esta, por ahora penúltima, gran desbandada se han agolpado en la frontera de Hungría. Son sirios a los que no les gusta la guerra. A otras personas les gusta tanto que no vuelven de ella, pero ya sabemos que sobre gustos es de lo que más se ha escrito.
¿Dónde van los que no tienen patria? Para buscarla siguen la vía del tren, junto a las alambradas con púas, confiando en que al final del trayecto se encontrarán con algún andén. El ultraconservador Viktor Orbán se lo está poniendo más difícil todavía y ha reforzado la frontera, que siempre es una cicatriz de la Historia más o menos reciente, con dos mil policías, muchos helicópteros y perros inocentes educados para husmear pobres, contrariando su amistosa condición.
¿Qué pueden hacer los inmigrantes que sueñan con llegar a Alemania, donde les han contado que no serán devueltos a sus países de origen? La canciller Angela Merkel le ha pedido a sus compatriotas que sean solidarios, pero parte de ellos la abuchearon al grito de «traidora». «De fuera vendrá quién de tu casa te echará», pero no todos están dispuestos a hacerles un hueco y la peor solución sería la húngara, que recurrirá al ejército para frenar la avalancha de refugiados. No hay alambradas contra el hambre, ni balas contra los estómagos vacíos. Los gritos se oyen en las fronteras.