Parece lógico que los austríacos no se sientan felices de haber tenido un paisano llamado Adolf Hitler, cuyas ideas repulsivas y ambiciones ilimitadas causaron más de cincuenta millones de muertos. La memoria del Holocausto y de la Segunda Guerra Mundial invita a olvidar y pasar página, y el Gobierno quiere expropiarle a su dueña la casa donde nació el monstruo para evitar, se supone que destruyéndola, que se convierta en un santuario nazi al que ya acuden con frecuencia los nostálgicos y seguidores de aquel régimen nauseabundo para rendirle pleitesía al Führer.
En los últimos tiempos se han repetido otros casos si no iguales, sí parecidos: los Navy Seal norteamericanos que mataron a Bin Laden en Pakistán se deshicieron de su cadáver en el mar, los revolucionarios rumanos que ajusticiaron al dictador Ceaucescu y a su mujer intentaron hacer algo similar a lo que antes habían hecho, en 1918, en Ekaterimburgo, sus enemigos bolcheviques desentendiéndose en un bosque de los restos de la Familia Real rusa liquidada a sangre fría. Se trata sin duda de recuerdos indeseados y vergonzosos para muchos de sus compatriotas pero.
Siempre hay un pero y en este caso lo sugiere la Historia. Estamos muy acostumbrados a que se conserven los recuerdos positivos de los grandes hombres o de los grandes acontecimientos. Hay una propensión, en España concretamente exacerbada, por promocionar todo aquello que contribuya a estimular el nacionalismo o lo que con el correr de los años pueda ser mostrado como ejemplar. Sin embargo la Historia es algo más que el balance de lo bueno que haya dejado atrás un pueblo, una cultura o las ambiciones de una nación.
Pensar que por destruir la casa donde nació Hitler se hará olvidar que existió semejante monstruo, que era austríaco de nacimiento y que por desgracia ha dejado un rastro de exégetas e imitadores a perseguir, es una utopía. La Historia necesita preservar las pruebas y los recuerdos para que quienes la estudien e investiguen dentro de decenas o centenares de años puedan tener acceso a sus fuentes y escenarios reales y no a las interpretaciones de las partes interesadas. Con ese criterio, por supuesto discutible igual que el contrario, aquí en España habríamos cerrado las mazmorras de la Inquisición convertidas en museos.
Otra cuestión muy distinta es mantener vivos los elementos de exaltación de personajes siniestros con estatuas, nombres de calles u otros recuerdos que, lejos de constituir aportaciones de valor histórico, sólo contribuyen a perpetuar hagiografías y a propagar la violencia, el racismo o la intolerancia. Legar a las futuras generaciones información y datos biográficos sobre Hitler, Franco, Stalin, Salazar o Mussolini es fundamental para evitar que les surjan imitadores; pero intentar que se olvide su existencia borrando la historia, no.