Seguro que recuerdan la escena. Forma parte de los grandes hits de Semana Santa. Roma está en llamas mientras Nerón (alias Peter Ustinov) recita con su lira los famosos versos de Jeanette: «Yo soy romano porque el mundo me ha hecho así...». Con Tarragona ocurre tres cuartos de lo mismo. Los Escipiones sólo pasaban por aquí, como en una canción de Aute, cuando se encapricharon de la Part Alta y el puerto. ¿El motivo? El precio de las parcelas. Piensen que venían de desembarcar en Empúries, donde no cabía un alfiler y el metro cuadrado costaba un riñón y parte del otro, así que esto, a simple vista, les pareció un chollo. Estamos en el 218 antes de Cristo, en el NO-DO no se habla de otra cosa que no sean las Guerras Púnicas. En juego, ni más ni menos, que el corredor del Mediterráneo. Griegos y fenicios que se habían repartido el negocio durante siglos ya son carne de hemeroteca. Ya ven que todas las civilizaciones, da igual lo grandes que hayan sido, tarde o temprano acaban en el fondo de un libro de texto.
La cuestión es que Aníbal, general cartaginés, había armado un ejército de esos con el que no querrías cruzarte en un callejón oscuro. Se trataba, sí o sí, de vengar la humillación sufrida durante el partido de ida –léase, Primera Guerra Púnica–. Entre los elegidos para la gloria había cartagineses, por supuesto, pero también elefantes, celtíberos y cualquier mercenario con ganas de bulla. En total, casi 100.000 ofendiditos unidos por el hashtag ‘no más pelis de romanos’ que, desde el sureste peninsular donde se habían hecho fuertes, pillaron la directa, atravesaron los Alpes y se plantaron a las puertas de la Cinecittà. Un espejismo. En el tiempo de descuento, los Escipiones, aprovechando que el enemigo estaba de gira, atracaron en Empúries, compararon los precios litorales en Fotocasa y decidieron instalar su campamento, definitivamente, en Tarragona. De ahí la frase de Plinio el Viejo: Tarraco Scipionum opus. Luego, como homenaje a los supuestos fundadores, levantamos la Torre de los Escipiones, que es la primera tumba fake de la provincia, pero ese es otro asunto.
Decíamos que, en clave militar, la ciudad ofrecía unas vistas panorámicas y unas comunicaciones marítimas y terrestres de primer orden. Y los cosetanos, ¿qué pensaban de sus nuevos vecinos? Pues un poco lo que ocurre siempre en estos casos. Si el extranjero viene forrado de sestercios, se le monta un bienvenido Míster Marshall y a romanizar que son dos días. Para que me entiendan, poco a poco fueron llegando el mármol de Carrara, las termas, los acueductos, la pasta al dente y Telecinco. El apunte es importante porque Roma se hizo fuerte gracias a sus legiones, pero también a la propaganda.
Desde Tarraco, se organizó la contraofensiva, y cuando los cartagineses ya eran un recuerdo, llegó el turno de conquistar la península. Doscientos años la broma. Más otros cuatro siglos de regalo. Al final, entre una cosa y la otra, casi seiscientos años de latín en las escuelas.
Durante ese tiempo, por aquí pasaron todas las estrellas del cinemascope: Catón, Graco, Julio César, Galba, Adriano o Septimio Severo. Daban ganas de hacerse paparazzi con tanto famoso. De entre todos, el favorito del gran público fue Octavio Augusto, que venía de liquidar a sus rivales Marco Antonio y Cleopatra y que, con la excusa de las guerras cántabras, se pegó dos años sabáticos en Tarraco, convirtiéndose en el primer nómada digital del imperio romano.
A raíz de su estancia, la ciudad creció sin freno. Las cuadrigas ya se matriculaban bajo las siglas CVTTARR, abreviatura de Colonia Iulia Urbs Trumphalis Tarraco. La capital llegó a ser tan poderosa que las campanadas de Fin de Año de toda la Hispania Citerior se emitían en riguroso directo desde la Plaza Corsini. Comenzaba la dolce vita... (To be continued).