Del puente destruido para salir de la aldea de Kuhari, al paseo relajado por una playa de Tarragona solo hay unos días de diferencia. Del tanque ruso detenido en mitad del camino con el que se topan en su huida, al sol que da en la terraza de la casa de Campclar hay también poco tiempo. Por medio están las vidas revueltas, cambiadas drásticamente, de la familia Sikorska: Anastasia (17), su madre Olena (38), su hermana Yaryna (5) y su hermano Andriy, de solo cuatro meses, que han salido de Ucrania y están en Campclar, por fin lejos de las bombas y los tiros.
Han llegado en su coche, un vehículo que al circular por Tarragona se le ven los restos de la guerra: los cristales rotos, la chapa agujereada. «Pensamos quedarnos y empezar aquí una nueva vida. No sabemos qué va a pasar con nuestra casa. Hoy está en pie pero mañana puede no estarlo», dice Anastasia. Ella conoce bien Tarragona al haber veraneado como parte de un proyecto en el que niños ucranianos de zonas cercanas a Chernóbil pasaban los estíos fuera. Ahora es toda la familia la que ha recalado aquí huyendo directamente de unas bombas que les han pasado muy cerca.
Solo se ha quedado el padre, médico, trabajando en el ejército. «Estamos muy preocupados. Hablamos con él y sabemos que está bien, pero tiene mucho trabajo», explica Anastasia. Ellos han huido de dos lugares arrasados por los rusos: primero fue Irpín, la ciudad dormitorio de Kiev, pegada a la capital y a la ya célebre, por su barbarie reciente, Bucha; luego fue Kuhari, una pequeña aldea, más al norte, no demasiado lejos de la frontera bielorrusa. «Decidimos irnos de Irpín al día siguiente de empezar la guerra. Ya había ataques cerca, en Hostomel. Además, una parte de Irpín estaba siendo atacada», explica Anastasia.
Allí no podían estar tranquilos, así que decidieron refugiarse en el ámbito rural. «Los abuelos vivían en Kuhari y nos decían que estaba todo bien, que podíamos ir porque la situación estaba tranquila», recuerda ella. Pero también allí, en esa pequeña localidad de la región de Kiev, se torcieron las cosas en muy poco tiempo. «Pensábamos que en el pueblo íbamos a estar más tranquilos pero al día siguiente de llegar vinieron los tanques. Eran 100 y estaban por todo el pueblo», narra ella.
El relato de la familia se recrudece ya porque se adentra en un día a día con la guerra en la puerta de casa. «Explotaban las granadas, los misiles, pasaban los aviones por encima del pueblo y no sabíamos si iban a tirar una bomba. Hablamos de que es un pueblo en el medio del campo. Salías de casa y veías a los tanques. Siempre disparaban. Los trozos de misiles explotados caían y los encontrábamos por todas las partes, al lado de casa», cuenta la joven.
«Ya era insoportable»
Todo se degradó en horas. A veces acudían al sótano. La aldea era tan pequeña que no había sirenas antiaéreas que pudieran alertar del peligro. Hasta que llegó el detonante: «Un día explotó una granada encima de nuestra casa y al día siguiente decidimos marcharnos porque todo era insoportable».
Anastasia y los suyos habían decidido escapar y en ese éxodo desesperado no eran todavía conscientes de que el coche que habían comprado hacía cuatro meses les iba a salvar la vida. Seis personas (Anastasia, Olena, Yaryna, Andriy, y sus dos abuelos), junto a cuatro perros y un gato, en un Renault Sandero, emprendieron una ruta de más de 700 kilómetros llena de miedos e incertidumbre.
Especialmente sobrecogedora es esa escena en la que el vehículo escapa del pueblo nevado y se topa con un tanque del ejército ruso. Ahí contuvieron la respiración, los segundos duraron horas. Sabían de los ataques de las tropas enemigas también contra civiles. Por fortuna nadie disparó. Habían reparado antes en un detalle: las huellas de las ruedas de los coches sobre la nieve, bordeando el tanque, indicaban que por allí iban avanzando vehículos y el carro de combate no estaba atacando.
Después hubo que buscar una ruta alternativa. Los propios ucranianos destruyeron en Kuhari el puente que permitía el acceso a la autopista para evitar el avance de los rusos, algo habitual en esta guerra que también había sucedido en la cercana Irpín. Comenzó entonces el periplo. «Nos perdimos un poco por los pueblos porque no hay carteles que indiquen correctamente. Cambiaron los rótulos para despistar a los rusos y llega un punto en el que no sabes en qué pueblo estás ni por dónde tienes que ir», recuerda Anastasia.
Fueron al sur, cruzaron la frontera a Moldavia y luego a Rumanía. Ya estaban a salvo, digiriendo el trauma de una marcha repentina, pero con la vida a resguardo. Allí, ya sin prisas, les recogió una persona y regresaron, con el mismo vehículo, por carretera, durante varios días, hasta llegar a Tarragona. «Estamos más tranquilos, nos estamos adaptando bien, paseamos, intentamos hacer una vida normal», cuenta Anastasia.
Porque la vida se ha truncado pero sigue. De hecho, Anastasia se levanta a las siete de la mañana para continuar con sus estudios a distancia de filología inglesa en la universidad de Kiev. Yaryna ha comenzado el cole en La Salle Torreforta. Olena, que es enfermera y farmacéutica, estudia castellano en el centro de adultos de Riuclar.
Todos reinician su vida, ajustándose a una nueva convivencia que sigue llena de angustia y ansiedad. Están pendientes de las noticias que llegan de la zona y que hay que poner en cuarentena. «Dicen que toda la zona de Irpín está liberada, pero ¿cómo te fías de eso? Hasta que no haya acabado el conflicto y estén los rusos fuera no puedes atreverte a volver», cuenta Ana Magán, la persona que les acoge en casa y que desde 2011 ha cuidado en verano de Anastasia: «No soy una heroína. Era algo que tenía que hacer sí o sí, no podía estar impasible ante esta situación. Ella es como una hija para mí. Ahora trataremos de que cada vez sean más autónomos, que vayan creando su vida».
Así lo asumen ellos, escépticos e incrédulos. En los días previos a la invasión, cuenta Anastasia, «sí se percibía un poco lo que podía pasar, la tele anunciaba que había que preparar un bolso de emergencias, pero cuando empezó todo no nos lo podíamos creer».
El cole destruido de Anastasia
Mientras cenaban, Olena, la madre, le enseñaba a Ana en el móvil las fotos de la única escuela de Kuhari, destruida. La pequeña Yaryna, hija de Olena, se puso a llorar. Decía que aquel lugar le gustaba mucho. Anastasia, ahora universitaria –estudia ‘on line’ en Tarragona y podría tramitar su acceso a la URV–, conocía bien las aulas. Ella, a pesar de nacer en Irpín, estudió toda su infancia en esa pequeña población. De hecho, se crió entre las dos localidades.
«Nos hemos enterado de que ya no hay cole en el pueblo», dice con su perfecto castellano Anastasia. Su abuela era profesora en esa escuela, recién arrasada a finales de marzo. «Imagínate cómo te sentirías si el lugar en el que has crecido y estudiado, donde has pasado tanto tiempo, de la noche a la mañana está destrozado», cuenta Ana Pagán, la persona que les acoge en su casa.
Ella misma, con su pareja, estuvo allí en 2012, para visitar el lugar en el que vivía Anastasia, la niña ucraniana que había empezado a pasar todos los veranos en Tarragona. Esas imágenes de la destrucción circulan entre los teléfonos pero también llegan procedentes de las agencias de noticias que cubren el conflicto en esa zona.
Casas destruidas por bombardeos o los escombros en la misma escuela y en otros puntos del municipio les sobrecogen, como los árboles destrozados junto a un busto en homenaje a un héroe de la Segunda Guerra Mundial. Al parecer, los rusos ya no están en todos esos lugares que son memoria sentimental de la familia pero ellos prefieren quedarse en Tarragona hasta que acabe la guerra.