Chrifa Kaddouri tiene 27 años y es una superviviente. Una superviviente de la violencia más cruel. Verbal, física, sexual. Una superviviente de un secuestro en su propia casa. Tenía 17 años cuando se adentró en un túnel que la llevó directamente al infierno durante siete años. Así lo cuenta ahora, sonriente, feliz. Ha rehecho su vida, se ha sacado el permiso de conducir y tiene ganas de estudiar auxiliar de enfermería. «Tengo dos hijos maravillosos», explica.
Esta es su vida ahora. Pero quiere ayudar a otras personas como ella para que no pasen por lo mismo. Habla de ello sin tapujos, abiertamente. Pero le duele. Estas heridas duelen. «Me casé en 2014. Tenía 17 años y quería salir de casa de mis padres. Fue un matrimonio tradicional con un hombre 18 años mayor que yo, pero fue voluntario», explica.
Primero, todo parecía normal. Luego, él empezó a alejarla de su mundo. «No me dejaba salir de casa. No me dejaba quedar con mis amigas. Ni con mi madre, a quien estuve tres años sin ver, viviendo en la misma ciudad», explica. Asegura que su marido –su agresor– desarrolló las conductas violentas de forma progresiva. «Primero era amable, me iba aislando del mundo convenciéndome, diciéndome que todo aquello era por mi bien. Yo lo veía normal», señala.
Cuando se casaron, hacía dos meses que se conocían. La hermana del que sería su marido se fijó en Chrifa y fue a hablar con su madre. Concertaron el matrimonio y ella lo vio bien. Salieron a pasear alguna tarde antes de la boda. Él le vendía un cuento de hadas. Ahora, con una entereza enorme y ya sin lágrimas en los ojos, recuerda cuándo su agresor se quitó la máscara. «Tras el primer embarazo. Entonces empezó la agresividad verbal y física. Me insultaba, me despreciaba, me trataba de inútil». No podía salir a comprar. Ni a pasear. Solo a dejar a su hija al colegio o a buscarla, y si le daba permiso. Y añade: «Él tenía el tiempo calculado, no podía entretenerme. Tampoco tenía internet en casa, ni móvil, estaba totalmente incomunicada. Para él, yo era su esclava. Me sentía muerta en vida». No tenían agua caliente en casa. Tenía que prepararla ella, en cazos. Y vestía una túnica, siempre. «El primer día que me puse un pantalón, ya en mi nueva vida, me sentí desnuda», confiesa.
Entre agresiones, gritos, miedo, ansiedad y mareos, tuvieron un segundo hijo. Ella no se encaraba con él. «Quería evitarlo por mis hijos, no quería que pasaran lo que pasé yo», cuenta. Y es que ella tuvo que vivir una situación muy compleja en su casa. Sus padres siempre discutían, su padre desarrolló actitudes violentas y ella siempre estaba ahí. Además, el sistema la utilizó a ella de traductora. «Tenía solo 14 años. Me hacían preguntas que no tocaban. No se le puede hacer eso a una niña y no quise que mis hijos pasaran por lo mismo», insiste.
«Un día, me pegó una paliza mientras estaba durmiendo por no haber cambiado el edredón. «Me cogió del cuello y me dijo: ‘Ahora mismo, tu vida está en mis manos’. Fue terrible. Tras recibir los golpes, no me moví en toda la noche. Me quedé en un rincón de la cama. Y cuando me levanté, me vi en el espejo. Y me vio mi hija. Fue con aquella imagen ante mí, cuando decidí que aquello había terminado», explica. Porque lo que vivió Chrifa fue un proceso difícil. Primero, la negación, después la sumisión, el miedo. Después llegó la decisión, y finalmente, la acción. Coger las cosas y marcharse.
Esta superviviente será quien leerá hoy el manifiesto del 25N en el acto institucional del Ayuntamiento de Reus. Recuerda cómo la ayudó su hermana. «Me compró un móvil y me lo pagaba ella. Un día me envió un enlace de las mujeres de Afganistán. Lo leí. Pensé que no era tan grave porque yo misma pasaba por lo mismo. Me ayudó a abrir los ojos», explica.
La llamada interrumpida
También menciona mucho a Eva, la técnica del Ayuntamiento que la ha ayudado. Ya atendía a su madre. Y un día la llamó a ella para preguntarle por la situación de sus padres. «Mi marido pensó que era otra cosa, me quitó el móvil a gritos y no me dejó responder. Eva lo vio. Se dio cuenta en seguida».
Hasta que llegó el día. Lo tenía todo preparado, esperaba que su marido se fuera a trabajar para coger sus cosas y marcharse. Dio la alerta a Eva, se avisó a los Mossos y se activó todo el protocolo. Estuvieron unos días en un hotel, pero quiso volver a la normalidad. «Me sentí la mujer más feliz del mundo cuando tomé mi primer café con leche en el Mercadal», explica. Han pasado tres años. Los niños ven a su padre, quieren también estar con él. Ella no tiene ningún contacto con él. Y todavía no hay sentencia definitiva. «Te apresuran a que denuncies, pero el sistema no acompaña, es muy lento», lamenta. Empezó de cero. Ahora es feliz.