No sé ustedes pero me paso el día valorando en mi entorno si es recomendable y con qué frecuencia hacerse un test de antígenos. Bien porque se ha sido contacto estrecho, bien porque tras ponerse la tercera dosis se tiene algún síntoma compatible con la Covid, bien porque se ha detectado un positivo en clase, bien porque uno está tan rodeado de casos de contagios que ya duda de si el dolor de cabeza con que se ha levantado es indicio de coronavirus o no. La capacidad de contagio de ómicron y la proximidad de positivos en esta ola nos hace estar en guardia permanente y nuestras conversaciones diarias con cualquiera de nuestros familiares, amigos y/o colegas de trabajo comienzan casi siempre con un preámbulo obligado parte de bajas a nuestro alrededor. Más de un me ha dicho incluso que sueña con los test de antígenos.
Dejo a criterio médico si hay que pasar a considerar la Covid como endemia en lugar de como pandemia porque las prisas nunca son buenas consejeras y menos tras haber comprobado con anterioridad cómo cantábamos victoria demasiado pronto. En todo caso, sí hay dos cosas claras. Una, que hace tiempo sabemos: la Covid ha venido para quedarse. Dos, que, en estos momentos, la gestión de la coronafobia, una ansiedad excesiva a contraer la Covid, es tan angustiosa como el propio virus.