Desautorizados colectivamente hemos aprendido a fluir en lo individual hasta donde el estado del bienestar nos ha permitido, y los simulacros han emergido en forma de espectáculo siniestro donde nuestra especie trata de ordenarse y desarrollarse. Vivimos en la era de los simulacros, donde todo transcurre y tan siquiera empieza de verdad, donde todo cambia y a duras penas se transforma de verdad. Los simulacros nos salvan de los cambios reales, debido a que los cambios reales són enemigos de toda estructura de poder. De ahí la moda de hacer ver lo que en realidad no sucede y de dar por sentado que vivimos en un cambio constante cuando, en el fondo, vivimos entre simulacros.
En Estados Unidos los centros educativos llevan a cabo performances emulando tiroteos. Durante los simulacros hay figurantes que interpretan estar heridos, personas gritando, ambulancias, y se usa fuego real... Se trata de un entrenamiento histriónico que no solo no resuelve el problema de la legislación de las armas en Estados Unidos, sino que, además, anestesia la inteligencia de toda una sociedad, llevándose por delante la vida de más de 17.000 solo en este 2022.
El acuerdo histórico de la COP27, en Egipto, ha sido otro chiste malo. Dentro de un año, los países ricos pagarán a los países en desarrollo, países pobres perjudicados por el calentamiento global, una plusvalía en compensación al maltrato que van a seguir recibiendo por parte de las grandes corporaciones. La medida es una muestra más de la hipocresía del Norte-rico, que ahora, debido al cambio climático y la inestabilidad en el centro de Europa, ve su hegemonía en riesgo. El simulacro ha sido histórico, sin duda, pero por lo bochornoso.
En el Mundial celebrado en Catar las mujeres no pueden ir a los campos de futbol sin el permiso de sus maridos; las personas del mismo sexo no están autorizadas a mostrar sus afectos en los espacios públicos; y más de 6.500 trabajadores han muerto en la construcción de las infraestructuras para el Mundial según informó The Guardian.
Todo ello en Catar, uno de los abrigos de Europa, con la tercera reserva mundial de gas. Hasta hace tan solo dos años, una ley llamada kafala permitía a empresarios retener el pasaporte de sus trabajadores con el objetivo de que no saliesen del país ni pudiesen cambiar de trabajo...
Por si fuera poco, se está investigando si la adjudicación del Mundial fue ilícita a cambio de varios contratos millonarios para empresas francesas.
En realidad, como ven, no se trata de un mundial de futbol, sino del simulacro de lo que debería ser un mundial de futbol. ¿Quién, en su sano juicio, querría disfrutar de un mundial donde hubiera más muertos que goles?
En el ensayo Un mundo común (Bellaterra, 2022), Marina Garcés reflexiona alrededor de la pérdida de todo aquello que se construye colectivamente, donde el ‘nosotros’ ha sido ensombrecido por un modelo de individualismo universalista. Eso ha dado lugar a personas excéntricas espectadoras de lo que se da en el mundo.
Ello me hace pensar en qué será de nosotros si seguimos sustituyendo los simulacros por los cambios estructurales, o bien, qué no será de nosotros si seguimos cultivando esta trastornada admiración por la indiferencia y la indisposición frente a todo aquello que es colectivo, incluido el sufrimiento humano. ¿Y si seguimos pensando sobre esto?
¿Y si, como diría Mario Benedetti, dejásemos de vender simulacros?