La salida de Trump de la Casa Blanca deja en manos de la nueva administración demócrata la difícil gestión de las relaciones con China, un país que ha evolucionado silenciosamente hasta haber dejado de ser el fabricante barato de imitaciones occidentales al país tecnológicamente más avanzado del planeta, en competencia con los Estados Unidos, y sin duda alguna, como ha escrito Enrique Dans, el «líder absoluto en la fabricación de tecnologías tan estratégicas como los paneles solares, las baterías o los semiconductores», que además fabrica infinidad de componentes que son indispensables en cadenas de montaje de todo el mundo. La fuerza de China ha quedado patente con la pandemia, que ha resuelto mejor que cualquier otro país, vacuna incluida. Bien es verdad que gran parte del éxito económico ha provenido del carácter dictatorial de su régimen.
Frente a esta potencia, con la que Trump no ha logrado entenderse, Biden pretende regresar a las relaciones clásicas de tiempos de Obama, que consistían en mantener a China en un cierto aislamiento por su carácter autocrático y por la incompatibilidad de sus principios con los clásicos derechos humanos, y competir a cara de perro con ella en las tecnologías estratégicas, negándole el acceso a las tecnologías que podrían afianzar su liderazgo.
En China existe una disidencia, pero no parece ni de lejos que la oposición al régimen sea masiva, ni que haya gran demanda de libertades, ni que el régimen de Pekín se tambalee. En consecuencia, aplicar una especie de bloqueo para impedir que el gigante progrese quizá no sea muy pragmático porque nos exponemos a que se nos adelante de todos modos inamistosamente. Probablemente lo sensato sería intensificar las negociaciones con China para cooperar no sólo en las tecnologías avanzadas sino en los derechos humanos y en las libertades civiles para conseguir un estándar ético-político en que las dos grandes potencias puedan entenderse. La globalización no tiene vuelta atrás y negarla derivará en duplicaciones y tensiones.