Un hombre de una aldea india perdida acudía diariamente a buscar agua a una fuente lejana. La transportaba en dos tinajas que sostenía, una a cada lado, de los extremos de un palo que cruzaba sobre sus espaldas.
Una de las tinajas estaba un poco agrietada, así que llegaba a casa medio vacía. Quienes del pueblo le veían llegar le recomendaban que la cambiara, pero él se resistía a hacerlo. Hasta que un día su mujer, que generalmente encontraba bien todo lo que hacía su marido, se sumó a la presión para que se deshiciera de una vez de la tinaja defectuosa que perdía agua.
Mañana te explicaré mis motivos –le dijo él– y entonces comprenderás por qué lo hago. Y al día siguiente ella le acompañó a la fuente. Observó entonces que una cuneta del camino estaba llena de flores. Sí –le dijo el buen hombre–, estas flores alegran el camino a los que pasan por él. Son las que te traigo como señal de mi amor.