Ley de vida

La muerte de la madre. En la muerte de todas las madres hay una rotura en la vida de los hijos. Una rotura que deja paso al descanso y al reencuentro. Mientras tienes padre y madre, no eres adulto del todo

21 septiembre 2022 20:02 | Actualizado a 22 septiembre 2022 07:00
Natàlia Rodríguez
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Que es ley de vida, se dice en mi familia. La muerte, primero, y que los hijos vean morir a sus padres, segundo. Es ley de vida: un día la madre se te muere. «Se acabó mi madre», como escribió Josefina R. Aldecoa en el cuento Fiebre. La mía lo hizo hace apenas unas semanas. Y estas son mis primeras líneas sobre ella.

Se le mueren a uno los mitos, los héroes, a veces incluso los hijos, y casi siempre, los padres. Todos deberíamos llegar a ese momento en la vida en la que la muerte de la madre desafía al hijo, no solo después, cuando ya eres huérfano, sino también antes, durante ese período lento y eterno que precede a la muerte. Período que a veces se alarga años. Esas son las grandes proezas que un hijo hace mientras ve cada vez más cerca quedarse sin madre: sacrificios cotidianos como visitarla aunque sea incompatible con el ritmo diario, visitarla aunque se te rompa el alma al hacerlo, hacerle compañía en el hospital, acariciarla, tomarle de la mano y decirle cosas bellas, las únicas verdades que eres capaz de decir en ese momento. Sí, todo aquello que una vez hizo tu madre por ti, es más que probable que debas hacerlo tú por ella en algún momento..

Que es ley de vida, se dice en mi familia. La muerte, primero, y que los hijos vean morir a sus padres, segundo. En la muerte de todas las madres hay una rotura en la vida de los hijos. Una rotura que deja paso al descanso y al reencuentro. Pero hay algo que es innegable y que define muy bien Sílvia Soler: «Mentre tens pare i mare, no ets adult del tot». Mientras tienes padre y madre, no eres adulto del todo. Y no lo eres. «Te has quedado sin techo», me dice una amiga por whatsapp. Y es verdad, no me queda apenas nadie por arriba y no tengo a nadie por debajo. Solo me sostienen por los lados: las amigas, los amigos. Frágil ante los vendavales de la vida. Las mujeres sin hijos y sin madre no tienen ni adjetivo que las califique.

No creo que nos sorprenda a muchas hijas el decir que casi todas las mujeres han tenido historias pasionales con sus madres. Hay una especie de rivalidad que nace natural en la adolescencia. Quizá es la posible comparación mujer-mujer la que provoca ese odio solo equiparable al amor. La niña que debía ganarse el cariño y la atención de su madre es después quien debe lidiar con una mujer enferma que le exige, desde la dolencia, ciertas cosas. En cierto modo, sería justo: lo hice por ti, hazlo por mí. Pero ni los padres eligen qué hijos nacerán respecto del hijo que tenían en mente, ni los hijos deciden cómo serán sus progenitores. Sin embargo, cuando muere la madre, hay cierta extrañeza, una no entiende cómo puede ser que el cielo siga adelante, con sus cambios, y su madre siga muerta.

Y me dirán que no es justo el artículo que en plena semana de Santa Tecla una quiere leer. No lo es. Este tampoco es el artículo que hubiese querido escribir. Pero es ley de vida hacerlo. Y es mejor hacerlo mientras esta compleja y acomplejada ciudad nuestra se despiporra en Seguicis, bestiario, correfocs, brazos incorruptos y danzas malditas, versos satíricos, pasodoble y un alcohol fabricado por unos monjes franceses que tiene un gusto a jabón innegable a pesar de que es casi un sacrilegio mencionarlo.

Es mejor escribir sobre el dolor en medio de la fiesta, porque esto es ley de vida. Dolor y alegría se mezclan en lo cotidiano. Solo se disocian en momentos muy concretos, y de esa disociación nace la aceptación y en cierto modo, la calma. Celebremos, bebamos (con moderación), saltemos, bailemos y gritémosle que sí, que siempre Visca Santa Tecla i Visca Tarragona.

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