Los ministros de Relaciones Exteriores de la Unión Europea acordaron la semana pasada suspender un acuerdo firmado con Rusia en 2007 por el que se facilitaba la concesión de visas de turista para que ciudadanos de ese país pudieran pasar sus vacaciones en la conocida zona Schengen, el espacio que componen 26 países del bloque comunitario que permite la libre circulación de mercancías y personas. Vivir en España permite a sus ciudadanos transitar sin puestos fronterizos por esa zona –son las ventajas de ser ciudadanos comunitarios–. Pero Rusia no lo es, y los suyos necesitan visa.
La decisión, adoptada como una nueva sanción por la invasión de Ucrania, no supone una prohibición total de los visados, pero sí dificultará los trámites para que los ciudadanos rusos puedan obtener un permiso para estancias de 90 días. Y eso, seguro se notará en el número de turistas rusos que lleguen a nuestros países.
El jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, lo explicó bien el día del acuerdo: «hemos visto a muchos rusos viajando por motivos de ocio, para ir de compras, como si no se estuviera librando una guerra en Ucrania». Tiene razón. La invasión rusa a este país es una amenaza para todos, no solo para los ucranianos, y los rusos no pueden actuar como si nada pasara.
Vladimir Putin lleva años impulsando una estrategia, intensa y de bajo perfil –pero no por eso menos efectiva–, para deteriorar el orden mundial surgido tras la caída del muro de Berlín. Y ese orden mundial, esa arquitectura que ha permitido el mayor avance en nuestras libertades y nuestro progreso individual y colectivo en toda la historia, es el que él quiere terminar. Los ejemplos son muchos particularmente en los últimos años: desde la injerencia en procesos electorales como los de 2016 en Estados Unidos, el referéndum del Brexit, el apoyo a la ultraderecha de Marie Le Pen en las presidenciales francesas de ese mismo año... a la más reciente, la del apoyo a los partidos italianos que acabaron permitiendo la caída de la presidencia más longeva (y efectiva, en mi opinión) del país en décadas, la de Mario Draghi hace tan solo unas semanas.
Europa en general, pero particularmente la costa mediterránea, es uno de los destinos más apreciados por esos turistas rusos. Llegan, en muchos casos, en vuelos chárter directamente a la localidad en la que quieren pasar unos días, con paquetes turísticos que pagan en origen, y que son muy cotizados por empresarios y comerciantes locales que saben de su poder adquisitivo y sus generosos gastos. Por eso, no me extrañaría que la decisión de los ministros pueda haber generado dudas, cuando no rechazo, en algunos empresarios locales. Es comprensible, pero es ahí donde nos toca demostrar nuestro compromiso.
Putin no respeta nada. La invasión a Ucrania es solo la última de otras muchas decisiones, conocidas y no conocidas, que ha adoptado en años recientes inspirado por ese nocivo y resentido ultranacionalismo ruso que vive de la nostalgia de una gloria pasada. Como gobernante, su objetivo no es solucionar los problemas políticos o sociales de su país –de hecho, Putin sobrevive al frente de un estado corrupto, cleptocrático y represor gracias a su mano de hierro y a su férreo control que extiende el miedo entre sus críticos–. Putin no puede ni quiere cambiar ese sistema, y para lograr esa anhelada gloria o reconocimiento, busca debilitar al resto, en particular a Europa y Estados Unido; y eso nos afecta. Por eso, que la Unión Europea sancione a Rusia con esa y otras medidas es la respuesta correcta. Limitar la llegada de turistas rusos a nuestro país es un mal necesario, para los rusos y para nosotros. Para ellos porque deben entender que la decisión de su oligarquía, y de Putin en particular, tiene consecuencias. Y para nosotros, como destino de ese apreciado turismo ruso, porque es el precio que nos toca pagar –pequeño, en comparación con lo que sufren los ucranianos– para defender la democracia y las libertades de que gozamos.