La democracia que hace temblar al poder ruso

Vladimir Putin es, en efecto, perfectamente consciente de los riesgos de una propagación de los valores democráticos en Rusia y sobre el régimen que él representa

21 abril 2022 09:30 | Actualizado a 21 abril 2022 09:34
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Existe cierta lógica en querer buscar una explicación de índole psiquiátrica, a la decisión del presidente de la Federación Rusa de lanzar, el 24 de febrero pasado, una «operación militar especial» en Ucrania. Se trata de una iniciativa demente.

Pero intentar comprenderlo será en vano, si no se toman en consideración las condiciones políticas que han precedido a la entrada en guerra de Rusia. No son los misiles americanos, ni la ampliación de la OTAN, sino la implantación de la democracia ucraniana, lo que ha desenfrenado la hostilidad de los dirigentes rusos en los últimos años.

Vladimir Putin es, en efecto, perfectamente consciente de los riesgos de una propagación de los valores democráticos en Rusia y sobre el régimen que él representa.

Desde la caída del muro de Berlín y la explosión de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), la Unión Europea y la OTAN han acogido a todos los miembros que integraban el Pacto de Varsovia, así como las antiguas repúblicas soviéticas de Lituania, Letonia y Estonia.

En 2019, Ucrania ha inscrito en su Constitución la voluntad de integrarse como miembro de la UE y la OTAN. Rusia, por su parte, tiene una larga tradición de injerencia en la gobernación de los Estados vecinos, por medio de invasiones militares (Hungría, 1956; Checoeslovaquia, 1968; Afganistán, 1979; Georgia, 2008).

Esta vieja costumbre le ha evitado, hasta hoy, lograr que la globalización la haya hecho permeable a las influencias externas. En el desmembramiento del Imperio soviético, Rusia ha perdido una parte del potencial económico e intelectual que constituían la fuerza de la URSS.

En los treinta años que siguieron a la Revolución de 1917, la URSS leninista y después estalinista, alcanzó el control de los territorios que había perdido durante la Primera Guerra Mundial, a saber, Ucrania, Georgia, Bielorrusia, las antiguas provincias de la costa báltica, una parte de Polonia, de Finlandia y de Besarabia.

Después de la Segunda Guerra Mundial, la URSS formó los países satélites en su flanco occidental, que se extendía desde el Báltico al mar Negro. En la gran época de la URSS, la influencia de Moscú llegaba hasta China, Corea del Norte, Mongolia y Vietnam.

Rusia no tiene nada que ver, ni en tamaño ni en influencia, con lo que fue la URSS. También es menos autárquica. Sus fronteras son porosas por efecto de la mundialización.

En apenas un decenio Ucrania ha conocido dos movilizaciones populares, a saber, la Revolución naranja en 2004 y la «Euromaïdan» en 2014, que la han encajado en el camino de la transformación democrática. Ha decidido integrarse en una coalición de países pacíficos.

El ejemplo de Ucrania, tal como lo observan los ciudadanos rusos, demuestra que la transformación de una antigua república soviética en un Estado democrático y una sociedad libre es posible.

Desde que Ucrania es independiente, ha desarrollado nuevas fuerzas, dispone de una sociedad civil y de un Parlamento viable. En tres decenios, ha registrado siete elecciones presidenciales.

El último escrutinio, desarrollado en 2019, ha conducido a la presidencia a un candidato fuera del sistema, representando a una nueva generación de ciudadanos, en la que la consciencia política se ha forjado bajo las libertades fundamentales.

En el mismo período en Rusia, el poder no ha cambiado realmente más que una sola vez de manos. Ucrania podría adoptar el modelo suizo de neutralidad armada, a la espera de integrarse en la OTAN.

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