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03 agosto 2024 20:43 | Actualizado a 04 agosto 2024 07:00
Natàlia Rodríguez
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París es una ciudad con sus estados de ánimo, a menudo de semblante triste y con mala cara al despertar. Como yo. Salta de arranques de ira a momentos de genialidad. No sirve de nada decirle cuánto la encontramos hermosa, hace siglos que se lo repiten. Siempre te mira por encima del hombro, siempre es mejor que tú, más elegante, más culta, más exasperante. Su designación para los Juegos Olímpicos de 2024 no desató ninguna demostración de entusiasmo popular, especialmente cuando los parisinos se dieron cuenta de que su ciudad misma, sus monumentos, su río, servirían como escenario de competición, una primicia en la historia de los JJOO. París se convertiría en una estrella, exclamaba el mundo entero. Qué broma, respondían los parisinos ¿Acaso no lo es ya? Fue frente al televisor donde todo cambió. La noche de la ceremonia de apertura, el 26 de julio, miles de parisinos exiliados por toda Francia, por toda Europa, vivieron una especie de conversión paulina. Se cayeron del caballo y se convirtieron al ‘parisianismo’. Se emocionaron con cada escena. Cantaron la Marsellesa con devoción y con Celine Dion derramaron lágrimas. Ahora la pregunta que se hacen es «¿por qué no estoy en París?».

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