Francia

22 octubre 2024 00:05 | Actualizado a 22 octubre 2024 07:00
Natàlia Rodríguez
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Es el país vecino. Ya. Esos. Simpáticos no son. Son franceses. No pueden ser de otro modo. Es un modo de existir. Cruzas la frontera y no sirve la sonrisa. Sirve la concreción. Las cosas, los objetos, los sentimientos tienen una definición exacta. No hay que esperar que te sobrentiendan. Los humanos tampoco llevamos un signo encima de la cabeza que avise de lo que somos o no somos. Pero tenemos nuestra propia mensajística. La ropa es interesante porque ayuda a descifrar y a entender. Uno sabe cuándo llega a París porque el código es muy claro. No tiene nada que ver con la vanidad. Es el aspecto de todo. Es un todo. Son años, siglos, de cultivar un gusto, una manera de estar en el mundo. Las uñas, rojas. O negras. No hay otro color. O nada. La joyería. En el país laico por excelencia: las medallas. Los franceses, los parisinos, exhiben medallas. De vírgenes que no adoran, de santos que forman parte de ningún panteón. Medallas de bautismo... El maquillaje. Los labios rojos. No lo prueben. Es una catástrofe. Se necesitan muchas generaciones para saber pintarse los labios sin parecer el Joker de Batman versión Jack Nicholson. Es un lenguaje en código. O se sabe o no se sabe. Pero al llegar a París, se entiende y una se pregunta cómo, cuándo, porqué decidió no formar parte de esto. Porque sencillamente, es el mejor lugar del mundo. En otoño. No digo más. Es la ciudad más maravillosa del planeta.

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