En la sala de espera de la clínica, varias parejas esperaban a que les llamaran para hacerse la ecografía. Había barrigas de todos los tamaños; de tres meses, de seis meses, barrigas invisibles. Un padre primerizo hablaba exultante con otro padre más callado y comedido, quizá porque se asomaba a su tercer embarazo.
Si hay algo que tengo claro, le dijo el que debutaba, es que mi hijo o mi hija hará un deporte de equipo en vez de un deporte individual. No pude evitar una sonrisa de medio lado, sobre todo cuando vino a decir que en el deporte colectivo iba a desarrollar un compromiso con los demás, un aprendizaje fundamental para vivir en la sociedad que tenemos.
Había cierta ternura en su forma de alumbrar el futuro. Era puro optimismo, pero del que precede a la ignorancia de no saber la que te viene encima, porque no es tan fácil controlar qué deporte le gustará o en qué será bueno tu hijo, tampoco el grado de responsabilidad moral que serás capaz de inculcarle con todo tu esfuerzo, y mucho menos el umbral ético de los que comparten su equipo.
Aun así, no he olvidado su idealismo.
Por eso, cuando estos días veo cómo en los partidos políticos si falla uno, el compromiso con el equipo se bate en retirada, me sale de nuevo esa sonrisa de medio lado, esta vez sin ternura. Las trampas también se han vuelto un juego colectivo.
Veo las malas jugadas con las mascarillas del entorno de Díaz Ayuso en el PP, veo el trapicheo sucio de Koldo García salpicando al PSOE y su entramado, veo que un diputado catalán de Vox con dedicación exclusiva cobra a la vez como asesor del Parlamento de Cantabria con el beneplácito de su formación; ante esto, ¿cómo no recordar a aquel padre primerizo y su buena intención de hacer del equipo una noción de lo noble?
Los que llevan el brazalete de nuestro país son los primeros en practicar el individualismo, que no el deporte individual. No es solo la falta de higiene mental que hay que tener para lucrarse cuando está cayendo barro en la cara de la gente, sino cómo esas jugarretas son asumidas en los equipos para librar sus luchas internas.
¿No habíamos quedado que un equipo es la metáfora de la fuerza social? ¿Qué sentido de responsabilidad colectiva están heredando las generaciones que vienen, si los que tienen que jugar hacen trampas incluso a los suyos?
Han pasado varios años desde aquella sala de espera, y a veces, cuando piso un campo de fútbol regional, me pregunto si alguna de las criaturas será el hijo del idealista, pero podría ser cualquiera: aquel día, en la clínica, todos llevábamos mascarilla que nos tapaba la cara, la boca, las muecas. Y la realidad, claro.