Como es bien conocido, Standard & Poor’s ha rebajado el rating de la deuda catalana de BB a BB- con perspectiva negativa por la «tensión política» de la Administración catalana con el gobierno central, lo que genera una situación de «alto riesgo».
La agencia de calificación no cree que vaya a producirse la independencia de Cataluña en el plazo analizado, hasta 2017, pero considera que en el terreno financiero el «desempeño presupuestario de la comunidad autónoma sigue ‘muy débil’, ya que el presupuesto y su plan económico y financiero contienen asunciones no realistas sobre los ingresos de concesiones administrativas, la venta de activos y las transferencias del Gobierno central». Casi paralelamente, ha subido el rating de la Comunidad de Madrid desde BBB a BBB+, entre otras razones por la perspectiva estable de la comunidad a largo plazo.
La bajada de la calificación de Cataluña en los mercados tiene la importancia que se le quiera dar, pero es evidente que lo que está sucediendo en la región tendrá una repercusión socioeconómica inevitable, como han empezado a ver tardíamente los empresarios catalanes, algunos de los cuales se han apuntado desde primera hora al radicalismo con una frivolidad suicida.
La gobernación de Cataluña no es la tarea preferente del Gobierno catalán ni de las instituciones del Principado al menos desde 2012. Aunque la crisis económica ha sido el principal problema español/catalán desde 2009, el nacionalismo catalán no ha aportado contribución alguna –ni ideas, ni iniciativas, ni gestión, ni ímpetu– a la solución del problema, como si no le correspondiera a actuar en su ámbito de competencias o como si en Cataluña no existiera desempleo, ni pobreza severa en una capa muy significativa de la población.
Si la parálisis ha sido la norma, esta situación se ha acentuado hasta extremos inauditos desde que comenzó la precampaña electoral del 27-S. Y desde esta fecha, el gobierno catalán en funciones ya ni siquiera da señales de vida. Ni siquiera para enfrentarse a absurdas decisiones municipales paralizantes que están lesionando gravemente la economía catalana y llenando de perplejidad a los ciudadanos (la paralización de las licencias turísticas durante un año en Barcelona, sin ir más lejos).
Pero por si fuera escasa esta contribución negativa al proceso económico catalán, el futuro se ensombrece con la perspectiva de un pacto entre las formaciones que figuran en la lista unitaria y la CUP, que inevitablemente habría de incluir propuestas de esta última, una organización de extrema izquierda que apenas representa a 300.000 electores y que propone nacionalizaciones, la salida de España de la UE, del BCE y del euro, del FMI y de la OTAN, entre otras lindezas, y que, de materializarse, llevarían al país catalán a escenarios que irremediablemente evocarían los de la Albania de Enver Hoxa.
¿Cómo se puede imaginar que en este marco estridente no se retraerá la actividad económica, no se producirán deslocalizaciones empresariales, no desistirá de invertir en Cataluña la mayoría de los inversores internacionales que buscan en la Península su localización idónea? La CUP es sin duda una organización perfectamente respetable, pero muchos tomaríamos personalmente las de Villadiego si un partido de estas características se hiciera con el poder en nuestro lugar de residencia.
No hay que ser un lince para ver que la tentativa soberanista se ha estrellado por falta de quórum, ya que la independencia que propone la CUP y la que postulan los representantes soberanistas de los sectores moderados catalanes no son la misma cosa. Convendría que las cúpulas de las formaciones mayoritarias tomaran conciencia de ello y actuaran en consecuencia. Y reconocieran que hay que poner pie a tierra y volver a la senda de la racionalidad económica y del estado de derecho.