La fortuna, voluble y antojadiza, suele disponer de nosotros a su entera conveniencia para trazar los derroteros más inesperados. Unas veces allana nuestro camino; otras, parece complicarlo arrojando todo tipo de bultos que impiden nuestro paso. La fortuna, como ese amigo que viene y va de nuestras vidas sin razón aparente, da tanto como quita. E incluso cuando da puede que esté quitando un poquito también. Por esa razón es conveniente no tenerle demasiado en cuenta esas idas y venidas y no dejarse encantar por su semblante más amable, por más que en ocasiones resulte imposible escapar a su influjo.
Poco podía imaginar Monty Brass, prohombre de la escena de la comedia musical de provincias, que la fortuna, aquella tarde de invierno en el empalme ferroviario de Bilson, en el condado de Notts, estaba a punto de depararle la mejor de sus sonrisas. Por delante, le había confirmado el jefe de estación, le aguardaban otras tres largas horas de espera hasta la llegada del tren que debía llevarlo de vuelta a Manchester. Ante tal eventualidad cualquier otro se hubiera arredrado, no así Monty Brass, un hombre de negocios de sobrados recursos, cuya vida se medía por la estricta vara del dinero y el sentido de la oportunidad. Con este único fin había dirigido sus pasos hacia el Bilson Empire, el teatro de variedades local. Quizá con algo de suerte y un poco de su infalible olfato pudiera rescatar algo de valor de aquel lugar tan prescindible como olvidable. Y vaya si lo hizo. Encontró a Charley Moon, el para nada prescindible ni olvidable protagonista de Retorno a Little Summerford, a quien parecía que la fortuna también acababa de sonreírle aquella tarde. El Strand londinense iba a dejar de ser un punto tan diminuto como irreal en el horizonte de Charley; las luces del West End empezaban a alumbrar su camino. Nunca tres horas habían resultado tan provechosas.
Título: Retorno a Little Summerford
Autor: Reginald Arkell
Editorial: Periférica
Traducción: Ángeles de los Santos
Páginas: 288
Todo en la vida de Charley parecía haberlo empujado desde muy pronto lejos de Little Summerford, las aulas, el coro y, sobre todo, muy lejos de la misa de los domingos. También de sus obligaciones en el molino, que había pertenecido a la familia Moon durante generaciones y que, en esos momentos, pasaba la peor de sus rachas. Como si la vida estuviera haciendo todo lo posible por indicarle que su lugar era otro. Pero ¿qué otro lugar podía ser si Charley no conocía otra cosa que los humedales de Little Summerford? La respuesta iba a encontrarla en el sitio más inesperado: en el ejército, formando parte del grupo de soldados que iba a preparar la función de Navidad. Este inicio tan humilde –no exento de mofas por parte de sus compañeros– iba a ser solamente el principio de un viaje que iba a llevarlo a lo más alto, a codearse con todo tipo de personalidades, a afiliarse a los clubs más selectos y, en fin, a vivir una vida que quizá el destino tuviera reservada para otra persona y no para él. Charley brilló con la fuerza de una estrella que sabe que pronto morirá. Apenas había tenido tiempo de calar en la memoria del público cuando su luz se apagó. Pasó de copar la cabecera de todos los cárteles a ser una mera nota a pie de página, una apostilla entre entendidos en una taberna al calor de unas pintas. En este punto muchos maldecirían su suerte, cargarían contra la fortuna que les había sonreído hacía no tanto, pero entre esos muchos no estaría Charley Moon que sabía que lo mejor siempre surge cuando uno se aproxima a la vida sin ningún proyecto ni deseo determinados, solo movido por la curiosidad de ver en qué resultaría todo.
En Retorno a Little Summerford, Reginald Arkell, fantástico fabulador de vidas posibles, urde un viaje de ida y vuelta a ese recodo remoto del Támesis que una vez fue todo el mundo conocido de Charley Moon. Como ya hiciera en Recuerdos de un jardinero inglés, el autor recupera esa Inglaterra rural que parece hablarnos de unos tiempos más sencillos y felices. Nos lleva a visitar rincones de la geografía inglesa adornados con aquellos huertos y jardines de ensueño que tanto lo fascinaron. Para Arkell esa naturaleza domesticada era el recuerdo de un tiempo que todavía no había conocido la tragedia de la Primera Guerra Mundial; para Charley Moon, el recuerdo de un hogar del que se fue muy pronto. Y es que en ocasiones es necesario alejarse de este, olvidarlo por completo, para ansiarlo una vez más.