El pintor donostiarra Juan Luis Goenaga ha fallecido este martes a los 74 años en Madrid, según el dirigente popular y suegro del artista, Borja Sémper.
Fue, dice Sémper en un mensaje que ha colgado en su cuenta de X, «un hombre honesto y libre, como solo saben serlo los artistas de verdad». «Se nos va una parte del corazón, nos queda su obra, su inmenso recuerdo y su ejemplo humanista. Goian bego (descanse en paz)», añade.
La familia aún no ha tomado una decisión sobre su funeral, aunque probablemente organice algún acto a finales de mes en San Sebastián.
El artista, nacido en enero de 1950 y padre de la actriz Bárbara Goenaga, fue uno de los máximos exponentes del expresionismo vasco, un creador autodidacta que comenzó su carrera artística a finales de los años 60 y que alimentó su arte de la naturaleza de la que ha estado rodeado durante casi toda su vida en su caserío de Alkiza, un pequeño pueblo del interior de Gipuzkoa.
En los últimos años participó en varias exposiciones en su ciudad natal, entre ellas la que le dedicó la Sala Kubo en 2020, con la que este espacio situado en el edificio Kursaal retomó su actividad tras el cierre obligado por la pandemia de la covid y saldó «una deuda» con el artista.
Era un hombre tímido, de pocas palabras, que prefería expresarse a través de su obra. Estudió grabado en Barcelona y se acercó a la escultura en París, hasta que eligió Alkiza como residencia y comenzó su profunda comunión con la tierra y las raíces.
Pero no solo convivió con las gamas de su paisaje vital, también lo hizo con los colores vivos, de la misma manera que lo hizo con la figuración y la abstracción. Con la fotografía, desarrolló un extenso trabajo a partir de 1970 que poco a poco fue abandonando por la pintura.
La trayectoria creativa de Juan Luis Goenaga había quedado recogida en diferentes catálogos, pero hasta finales de 2018 no vio la luz una monografía sobre su obra, sobre el trabajo realizado desde 1968, de la que se encargó el historiador del arte Mikel Lertxundi Galiana.
En ese amplio volumen quedaron reflejados de los comienzos con sus series apegadas a la tierra, a la orografía y el clima vascos.
Ese libro permite seguir su trabajo posterior, las series en las que se sumergió de lleno en el mundo pop y urbano a finales de los 70 y primeros 80, y también las de su universo interior, y sus pinturas vinculadas al caserío y a la arqueología.
No podía ser de otra forma al analizar la carrera de un artista para el que la pintura fue «sagrada». «Desde la cueva de Ekain (gruta guipuzcoana que conserva unas excepcionales pintura rupestres) a El Greco. Es lo mismo», dijo el creador vasco en una de sus escasas intervenciones ante la prensa.