Evocando su juventud, Antonio Muñoz Molina ha dejado escrito en alguno de sus libros el recuerdo de su nula vocación para las tareas agrícolas y cómo aquella desafección por los trabajos del campo, unida a su prematura e insobornable inclinación por la lectura, engendraron en aquel niño sensible un complejo de inferioridad auspiciado por un contexto familiar en el que el trabajo físico estaba revestido del prestigio de lo viril, mientras que lo contrario era estigmatizado con el humillante epíteto de la «flojera». Aunque con una situación muy distinta, algo de eso hay en el nuevo libro del escritor ubetense, No te veré morir. También su personaje, Gabriel Aristu, recibe la presión de su padre para tomar un camino que no desea pero, al contrario que Muñoz Molina, Aristu sí se presta a los deseos paternos, en parte por su falta de empuje vital, pero también por el sentimiento de culpa que le generaría no corresponder a los esfuerzos de su padre por darle una educación privilegiada. Efectivamente, el padre de Gabriel, de quien se nos narra su sufrimiento como víctima de la Guerra Civil en unas páginas que tanto nos recuerdan a La noche de los tiempos, programa sobre la vida de su hijo un ambicioso plan que Aristu no quiere desbaratar para no infligir sobre aquel un doble sufrimiento. Por eso renuncia a su pasión por el chelo y, sobre todo, a su amor por Adriana Zuber a cambio de una vida de éxito en Estados Unidos.
En la novela, hallo una relación ambigua entre el autor y su personaje. Por un lado, Muñoz Molina parece compadecerse de Aristu, pero siento también, en la forma en que está construido el personaje, una cierta distancia rayana en el reproche, como si Muñoz Molina proyectase sobre Aristu, rechazándola casi con desprecio, la vida de renuncias a la que el autor mismo podría haber estado sujeto de no porfiar por sus sueños de escritor. Esa sensación la percibo, sobre todo, en un cierto elitismo antipático del personaje, que parece formar parte de su propia desnaturalización. En algún momento, incluso, confiesa que Julio Máiquez, que le ha abierto su corazón para contarle su drama familiar, llega a cansarle con su tristeza. Este último personaje, que parece ser concebido con un rol estructural, el de narrar las vicisitudes de Aristu, acaba tomando corporeidad y se convierte en otro sujeto a le deriva. Hasta en el encuentro 50 años después con Adriana Zuber, el diálogo que Aristu mantiene con ella es apocado, con justificaciones pobres y poco apropiadas para la solemnidad de ese acontecimiento. No sé si hay en todo ello una cierta reprobación del autor hacia su personaje.
Además de la música (tremendamente sugestiva la aparición de Pau Casals en la novela), otros temas alcanzan gran relieve en la narración. Entre ellos, el del limbo identitario de Aristu en Estados Unidos, cuyo origen español no le permite nunca la integración completa y le hace sentir eternamente extranjero. Extranjería que también siente cuando regresa a un Madrid que ya no reconoce. También son interesantes las escenas, casi costumbristas, de la alta sociedad americana, así como el mundo de los sueños y del recuerdo, que trazan su ontología paralela, a veces más real que la vida misma. Y, por supuesto, la importancia de las decisiones y la permanencia del amor en el tiempo.
Respecto al estilo, volvemos a encontrar al Muñoz Molina del fraseo inmersivo y de la subordinada. No entiendo muy bien la relevancia, tan traída por la crítica y lectores, que se le da a las primeras 73 páginas sin puntos. Los que leímos El jinete polaco nos sentimos como en casa, y a esa primera parte, donde la evocación y la acumulación tumultuosa del recuerdo y de los nervios de Aristu ante el reencuentro con su antiguo amor se imponen todo el tiempo, el recurso se antoja muy eficaz.
No te veré morir añade a la oceánica producción del autor, otra gozosa experiencia literaria para los que creemos que la Literatura se debe, por igual, al fondo y a la forma. Regresar a Muñoz Molina es como reencontrarse con Adriana Zuber y reconocerse en el brillo de sus ojos.
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