Carmen Laforet, en el centenario de su nacimiento

Se celebra el centenario de Carmen Laforet, autora de 'Nada', con la que ganó la primera convocatoria del premio Nadal a los veintitrés años

25 septiembre 2021 18:54 | Actualizado a 29 septiembre 2021 17:51
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El año 1945 empezó con un terrible disgusto para César González-Ruano, que se veía ganador de la primera edición del premio Nadal. Sin embargo, al filo de la recepción de originales, había llegado un manuscrito, escrito por una chica de veintidós años, que rompía los moldes, inauguraba la literatura de posguerra y seguía un camino tímidamente iniciado hacia el final de su producción literaria de algunos escritores mayores.

Era Nada, la que ha pasado a ser la novela canónica de la posguerra española, la que aparece en los manuales, la que se comenta en el instituto y se recomienda leer. Su autora era Carmen Laforet, una joven nacida en Barcelona, criada en Las Palmas de Gran Canaria y que había conseguido el permiso paterno para trasladarse a Barcelona, a la casa de unos familiares, para seguir sus estudios.

Poco después, había cambiado Barcelona por Madrid, y la familia paterna por una tía. Había escrito la novela en la mesa de la casa de la tía, quizá arrebatada, quizá un poco como se escriben las cosas que se necesitan soltar. Luego diría que la redacción le había llevado unos meses. Pero la novela llevaba con ella mucho tiempo.

Lo que inaugura Nada es la novela de posguerra, pero en una línea nada tremendista, de eso se encargaba ya Camilo José Cela. La posguerra de Nada es como el aire, que está y no se ve. Como Andrea, la protagonista de su primera novela, Laforet entendió lo que fue la guerra al ver las consecuencias, las ruinas, la pobreza, el hambre a su vuelta a Barcelona.

En Canarias no había frente: se celebraban con fervor los avances del bando nacional y las bombas quedaban lejos. Andrea tiene que intuir lo terrible que ha sido todo por las huellas que ve, y ese dejar fuera de foco algunos de los acontecimientos de la trama es una estrategia narrativa de la que Laforet se sirve hasta hacerla el centro de la estructura: su protagonista es sobre todo testigo. Es testigo de las broncas familiares y de las situaciones violentas en las que la pobreza, los celos, el deseo, los rencores y el juego están mezclados y revueltos. Es testigo del amor de su amiga Ena y su novio. Es testigo de las reuniones de sus amigos bourgeois-bohemes. También uno de los nudos de la novela, lo que transcurre en la habitación de Román entre él y Ena, queda fuera de plano.

Andrea tiene algunos momentos de acción: los dulces, le encantan los dulces y se gasta el dinero que le manda su padre en esas chucherías, una fiesta de cumpleaños donde descubre que es Cenicienta sin hada madrina y ese paseo en el que recibe un primer beso en absoluto solicitado. Aunque esas cosas le pasen a ella, su papel es más bien pasivo, de observadora.

Es más o menos habitual leer que Nada es una novela existencialista, pero quizá no lo sea tanto. También la etiqueta de posguerra puede llevar a equívocos y hacer que se espere una novela gris, y nada más lejos: es una novela llena de colores, con descripciones de la ciudad y paseos en busca de la sensualidad y la abundancia de colores, sabores y sensaciones.

Nada fue el inicio, tan fulgurante que casi cegó el resto del camino: a partir de ahí, Carmen Laforet se pasaría la vida huyendo de los focos, de las atenciones de periodistas, justificándose, tratando de no molestar demasiado, de apartarse del ruido para reencontrarse con su voz y sus temas.

A Nada le siguió La isla y los demonios, después La mujer nueva. Las nouvelles reunidas en Siete novelas cortas, reeditadas ahora en Menoscuarto; los artículos de Puntos de vista de una mujer, editado en Destino, como la reedición de Nada, o las crónicas de sus viajes a Estados Unidos en Paralelo 35, se suman a La insolación, la primera entrega de una trilogía inacabada, de cuya segunda parte, Al volver la esquina hubo galeradas pero quedaron sin corregir.

Carmen Laforet intentaba zafarse de una interpretación autobiográfica de sus textos, o más bien habría que decir que no quería que se usaran sus libros para juzgar su vida. Era un talento puro, como bien vio Ramón J. Sender, con quien mantuvo durante años una correspondencia. Sender vio el talento y la fragilidad: en sus cartas le anima a escribir todo el rato y a pesar de todo. Antes se había escrito, breve pero intensamente, con Elena Fortún.

Laforet creía que separarse de su marido, y padre de sus cinco hijos, sería como una liberación: sería ella y podría, por fin, escribir. Pero no fue así, surgieron otras preocupaciones: dónde vivir, la relación con los hijos, etc. Las ediciones de Nada se sucedían y las liquidaciones llegaban, pero Laforet nunca se compró una casa, el dinero pasaba por ella.

Laforet escribía, pero rompía mucho, según cuentan Anna Caballé e Israel Rolón en la biografía de la escritora que titularon Una mujer en fuga (RBA). Para Caballé, el de Laforet es el caso más claro de enfrentamiento entre un creador y su obra.

Carmen Laforet dejó de escribir, al final de su vida no podía ni firmar. Aunque es probable que siguiera llevando novelas consigo, como había llevado la de Andrea antes de sentarse a redactar. 
 

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