«Es buen trabajador y muy buena persona. Lleva aquí un montón de años. En cuanto vuelva tiene aquí su puesto de trabajo asegurado, aquí le esperamos», explica Antonio Gómez, el jefe del restaurante Ocean La Pineda. El responsable de este establecimiento en el meollo turístico de la Costa Daurada habla de Yaroslav Smetanuyk, su cocinero, que es tantas veces compañero de fatigas y salvador del negocio en la temporada alta turística. «Es mi mano derecha durante muchos años, tengo confianza plena en él y es muy querido», cuenta Antonio. El negocio se ha puesto en marcha estos días pero Yaroslav no está esta vez. Tardará algo más en hacer sus paellas, pero el vínculo sigue a través de alguna videollamada.
Yaroslav, ucraniano de 53 años residente en Cambrils, está a más de 4.000 kilómetros, en algún lugar del frente cerca de Odesa. Por seguridad ni él ni otros tarraconenses de acogida que están en la guerra pueden dar más detalles sobre qué hacen ni sobre dónde se localizan.
No lo dudó un segundo. «Él lo tenía claro, lo llevaba en la sangre, de alguna manera sabíamos que esto iba a pasar ya desde que ocuparon Crimea y la guerra del Donbás en 2014», se sincera Natalia, su mujer. Yaroslav siempre lo había comentado y no tardó en decidirse. De hecho, con los primeros ataques de aquel 24 de febrero él ya optó, esa misma mañana, por montarse solo en el coche para ir a su país, siguiendo un impulso irrefrenable. «Por más que aquí tenía una vida tranquila y cómoda él ha decidido ir y luchar. Lo tenía muy claro y no se podía cambiar su decisión. Él pensaba: ‘Si todos nos quedamos aquí, ¿quién irá a defender al país? El primer impulso, claro, es quedarse aquí, no exponerse a pasar por todo eso, pero luego lo piensas con la cabeza fría y él cree que si no lucha él tendrá que hacerlo su hijo».
Precisamente su hijo, de 31 años, también quería alistarse. «Mi marido le dijo que se quedara, que hacía más falta aquí, trabajando y mandando dinero y ayudando económicamente», cuenta Natalia, volcada intensamente en la recogida y el envío de material. Y se fue sin nada, sin protección, pero dispuesto a integrarse en el frente. El viaje para defender a su país no es único, sino un movimiento de muchos ciudadanos que llevaban tiempo fuera de él. Su contacto con el ejército fue hace más de 20 años, haciendo el servicio militar. «Quién me iba a decir a mí que tanto tiempo después volvería a coger un arma», dijo.
En zonas de conflicto
Él, junto con otros combatientes, se van moviendo de un lado a otro del país, buscando las zonas de conflicto donde se precisa más la defensa. Yaroslav es trabajador y modesto, así que es impensable que pueda sacar pecho de ese heroísmo ciudadano que está sosteniendo al ejército ucraniano. «Hemos contactado con él por vídeo, le vemos algo triste, nos dice que por ahora no va a volver», cuenta Antonio Gómez desde el restaurante, el sitio que ya le espera de vuelta, a la espera del trajín de la temporada alta, precisamente donde los turistas del este son clave. «El visitante ruso y también el ucraniano son fundamentales para nosotros», narra Antonio, que sigue con los elogios a Yaroslav: «Le he visto trabajar de lunes a domingo, sin descanso, siempre muy comprometido, sin querer coger los días de fiesta que le tocaban porque había mucho trabajo».
Cada día es un mundo y contactar con ellos es un pequeño éxito diario, un alivio al padecimiento constante marcado por una gran incertidumbre. «Estamos muy mal anímicamente, lo llevamos mal. Cuando me llama veo que sigue vivo y eso es mucho», asume Natalia, que viene de estar en su país, donde ha ido para recoger a familiares y ponerlos aquí bajo cobijo.
Ha estado en Ivano-Frankivsk, una ciudad en el oeste del país, relativamente próxima a la frontera con Polonia. Allí llevó material sanitario sobre todo, que después se ha ido distribuyendo a poblaciones con enfrentamientos directos y asedios como Mariúpol y Járkov. «Allí hasta el Betadine, que aquí nos parece una tontería, es de oro, pero también son importantes las vendas elásticas para curar las heridas o los torniquetes», cuenta Natalia. Su casa está llena de personas refugiadas que han venido de la otra punta del país buscando refugio en zonas más tranquilas: «Es verdad que en mi ciudad no hay ataques constantes pero sí puntuales. Escuchar las alarmas antiaéreas es un horror. El primer día en que llegué a las tres de la mañana ya sonaron. Empecé a rezar. Tienes que dormir vestido. No caen bombas pero quizás puedan sonar las alarmas seis veces al día y te tienes que ir a refugiar debajo del edificio, en los sótanos».
Volver con la madre y la sobrina
Especialmente crudas son las madrugadas. «La mayor parte de las veces suenan entre las cuatro y las seis de la mañana. Lo pasas muy mal poque no sabes lo que va a pasar. Hay gente que se empieza a acostumbrar y que no baja. Si te coge por la calle tienes que dirigirte al refugio más cercano, siguiendo las flechas que hay», dice Natalia, que volvió a Tarragona con su madre, de 80 años, y su sobrina. «Es duro para ellas tener que salir y dejar su casa. Mi madre cuando oye una ambulancia o un ruido ya se pone muy nerviosa y se altera porque le recuerda a lo que sucedía allí», reconoce Natalia.
Ella está muy agradecida a toda la ayuda humanitaria articulada desde aquí y cada vez más entera. Sabe que hay que armarse de valor y desconfía de los avances. «No podemos acceder a lo que pide Rusia porque es imposible de cumplir. Ellos quieren una tierra que no es suya. ¿Qué pasará con toda esa gente que ha estado luchando en el Donbás durante tantos años?Si Ucrania renuncia a ese territorio todos esos fallecidos habrán sido en vano. Mi marido está fuerte y tiene fe. Vamos a ganar porque no tenemos otra alternativa», zanja Natalia.