Estábamos ganando yardas. Toca repoblar la Catalunya Nova de cristianitos, así que cheque bebé al portador y mucha cigüeña. Es un mini baby boom en versión románica. Y en esa mejoría cabe cualquier festejo. También las comidas de empresa, que son el chiquipark de los adultos. La juerga es imprevisible. Se empieza hablando de la sequía en los pantanos y se acaba en el karaoke, a la hora del orujo, cantando aquello de será maravilloso viajar hasta Mallorca... Algo así debió pasar en casa del comerciante y naviero Pere Martell, aquí en Tarragona, el 17 de noviembre de 1228. Entre los comensales, la flor y nata del pijerío feudal, o sea, gente con escudo de armas y el apellido compuesto. Y de estrella invitada, para dar caché al guateque, ni más ni menos que el mismísimo rey Jaume I. En aquella merendola, por lo visto, se fraguó la conquista de Mallorca. O eso dice el Llibre del feits, que es como el canal de Youtube que se abrió el propio rey, bajo el pseudónimo de ‘El Conquistador’, para vender sus hazañas con un pelín de autobombo.
La pregunta resulta obvia: ¿Qué hace un rey como tú en un sitio como este? Y aquí entra en escena ‘el tío’ Aspàreg. Aspàreg de la Barca era el arzobispo de Tarragona, pariente directo de María de Montpellier, madre de Jaume I, de ahí lo de tío –ya ven que todo queda en casa–, y tutor de la criatura desde que se quedó huérfano cuando era sólo un niño. De paso, y aquí radica el meollo, se establecía una hermosa alianza entre monarquía e iglesia, perfecta para contrarrestar la chulería de los señoritos. La cuestión es que apenas un año más tarde, en septiembre de 1229, zarpaba de Salou una cruzada con 155 embarcaciones, 800 caballeros y unos mil grumetes. Comenzaba, ahora sí, la expansión por el Mediterráneo, un puntazo económico que iba a situar a la Corona de Aragón en la lista Forbes de los más ricos.
Y la ciudad, ¿cómo andaba? Después de casi doscientos años de semiabandono, poco a poco, iba recuperando el pulso. De hecho, ya se había colocado la primera piedra de la futura catedral, obra indispensable para lucir galones eclesiásticos en el principado. También tenía su hospital, su leprosería, su trazado octogonal dividido en gremios, su feria y sus guetos: la aljama y el barrio judío. En definitiva, lo que viene siendo el típico pack medieval de Playmobil. La prueba de que la cosa chutaba es que entre la segunda mitad del siglo XIII y la primera del XIV, se registraron ante notario unas 75 escrituras sobre inmuebles, una cifra austera que, a pesar de todo, demuestra cierto ajetreo urbano. Aunque lo que de verdad tiraba (el percal de la vivienda apenas ha cambiado en todos estos siglos) eran los alquileres de toda índole. Y para decorar el pisito nada mejor que unas ruinas bajoimperiales. Quiero decir que se puso de moda echar el sábado por la tarde rapiñando mármoles de los antiguos edificios romanos. Aquello era, para entendernos, como ir al Ikea. Quien más quien menos, tenía un capitel o un fuste en el recibidor de casa. Y donde hay un mercado inmobiliario en auge, hay créditos, hipotecas, cobrador del frac y desahucios. Por primera vez aparecen documentadas con nombres y apellidos las familias que lo pierden todo y se van a la calle. Si a esa crispación social le sumamos los caprichos fiscales de las nuevas élites, ya tenemos la revuelta nuestra de cada día. Por si fuera poco, la OMS, o lo que hubiera entonces, anunciaba una pandemia del copón. ¿Han oído hablar de la peste negra? Pues ya saben por dónde van los tiros. (To be continued).