Sirenas de guerra
Lo único bueno de la Tercera Guerra Mundial será que no habrá Cuarta y quienes queden, si no lo hacen mejor que nosotros, se matarán a garrotazos
Escribo este artículo desde Hiroshima, Japón. Acaba de llegar a los cines de este país la película Oppenheimer, nueve meses después de su estreno global. La cinta con el nombre del padre de la bomba atómica cuenta cómo la fabricaron y con qué júbilo celebraron cuando funcionó. Esa es la razón de haberla censurado, no querían reabrir viejas heridas restañadas; pero al ganar el Oscar frente a Barbie, se lo han repensado y a muchos japoneses les vuelven a sangrar.
Para los espectadores en general, lo más llamativo de la película fue descubrir que cuando los americanos lanzaron la bomba en agosto, Hitler se había suicidado y a Mussolini ejecutado, en abril; los nazis se habían rendido y los rusos paseaban por Berlín, en mayo, y los japoneses estaban completamente derrotados sin posibilidad de levantar cabeza, desde enero.
Dicen aquí, en Japón, los más ofendidos, que tres días antes habían enviado la carta de rendición a Truman y fue un crimen de guerra gratuito contra civiles. Pero la mayoría asume abnegadamente que fue la venganza por haber despertado al gigante dormido con la traición infame del ataque de Pearl Harbor. Mientras dos negociadores suyos esperaban en Washington para firmar un tratado de no agresión.
La película explica que a la alegría de poner el punto y final a la II Guerra Mundial, entre los propios científicos siguió la culpabilidad por comenzar una Guerra Fría que amenaza a la humanidad con la destrucción de la civilización. «Sacarme a este llorica de aquí», le dijo el presidente Truman a Oppenheimer en octubre, entregándole un pañuelo en la puerta.
Para comenzar la guerra se necesita un detonante, el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria desencadenó la Primera Guerra mundial; o la ocupación de Polonia, la Segunda. Hoy podemos hacer apuestas: la invasión de Ucrania, la expansión de la OTAN hacia el Este con la entrada de Finlandia y Suecia, el genocidio en Gaza, que China ataque a Taiwán, el ISIS y las Coreas, o el reciente asesinato en Damasco de un general iraní, que este sábado recibió respuesta en Israel, son algunas chispas que saltan por todas partes.
Periódicamente, las autoridades europeas levantan un dedo, pero no tememos a la guerra como deberíamos por pertenecer a unas generaciones inmensamente afortunadas por desconocer su horror. Y lo único bueno de la Tercera será que no habrá Cuarta y quienes queden, si no lo hacen mejor que nosotros, se matarán a garrotazos.
La caída del telón de acero nos hizo creer en una era de paz que, por primera vez desde que tenemos uso de razón, nos hace sentir nuevamente bajo la espada de Damocles. Y sobre si aguantará el fino pelo de crin, el consuelo es tener la seguridad de que el primer bravucón que presione el botón rojo, será aniquilado. Hasta los chinos conocen el efecto boomerang y la fórmula universal de la disuasión: «Uno más Uno es igual a Cero».
Entro en el Memorial de la Paz con el paraguas abierto, llora desconsoladamente el cielo de Hiroshima. Contemplo, a vista de pájaro, cómo quedó la ciudad después de la bomba y me acuerdo de la Señora Enola Gay, la santa madre del capitán que la vio justo antes de soltarla. Pero no consigo averiguar quién bautizó la primera bomba atómica, Little boy. Quizá en homenaje involuntario a un ‘chiquillo’ de tres años llamado Shin que pedaleaba en su triciclo, de manillares rojos, cuando le cegó el resplandor de una luz de mil soles.
Una llama representa la paz y previene a las nuevas generaciones para no repetir aquella aberración. Sólo se apagará cuando no queden armas nucleares sobre la faz de la Tierra. Fue un lunes, estaba despejado, a las ocho y cuarto de la mañana, en 1945, cuando nuestro planeta dejó de ser un lugar seguro por culpa de Oppenheimer. Tenían que darle el Oscar.