En el corazón antiguo de Tarragona, junto a la Catedral y envuelta por la calma mineral de las piedras milenarias, la Galería La Catedral acoge estos días la gran retrospectiva del pintor tarraconense Xavier Aluja, en homenaje a sus 50 años de trayectoria artístico, que resuena con una sensibilidad profunda y emocionada.
Aluja no pinta como quien observa la realidad, sino como quien la escucha en silencio. Sus obras, aunque expresadas a través de lenguaje claramente figurativo, no son nunca una representación mecánica del mundo visible. No hay en ellas ninguna intención fotográfica, ninguna voluntad de fijar el tiempo como hace una cámara. Más bien, son como ventanales abiertos a su alma, a su modo único de ver y sentir el mundo. Cada uno de sus óleos es un paisaje vivido desde dentro, transfigurado por una mirada íntima y radicalmente honesta.
La exposición, que se puede visitar hasta el 7 de abril, reúne 24 piezas de épocas y formatos diversos, seleccionadas como una recopilación delicada de las etapas más significativas de su evolución. Encontramos campos ondulantes del Camp de Tarragona, olivos que parecen vibrar bajo la luz mediterránea, horizontes calmosos y cielos llenos de presencia. Pero no es la geografía lo que golpea al espectador —es la energía callada que hay debajo de la superficie, la tensión estética, la paleta llena de matices que oscila entre la nostalgia y la esperanza.
Su estilo, a medio camino entre el impresionismo y el expresionismo, bebe de una presencia real, pero la conduce a través de un filtro emocional, una ventana a una alma sensible que da como resultado una pintura que vibra con una luz interna: un mundo sublimado, esencializado, que nos devuelve una realidad más bella, más veraz, más humana. Es una pintura que no grita, pero que interpela, sacude y acompaña.
Y es que la fuerza de la pintura de Aluja no se halla sólo en lo que representa, sino en cómo lo representa. Su pincelada es rápida, ágil, cargada de decisión y espontaneidad. Se respira libertad, una libertad ganada con los años y con el oficio. No busca la perfección formal, sino la emoción inmediata, el gesto sincero. Las veladuras, a menudo ligeras y llenas de aire, dan profundidad y misterio a sus paisajes, como si las capas pictóricas fueran también capas de memoria y sentimiento. Hay en esta forma de pintar una especie de danza entre el control y el soltarse, entre la contemplación y el ímpetu, que hace que su obra late con una intensidad viva e irrepetible.
Nacido en 1950, Xavier Aluja se reconoce autodidacta. Esta libertad formativa le ha permitido mantener una voz propia, alejada de modas y fiel a su visión. Y es esa voz la que impregna cada cuadro con una estima singular, como si cada pincelada llevara el aliento de un recuerdo, de una emoción vivida.
Visitar esta exposición es realizar un viaje a través de un territorio interno: no solo el del pintor, sino también el de nuestro propio mundo sensible. Nos adentramos como quien atraviesa un bosque a la hora baja: con respeto, con ojos abiertos, con el alma receptiva.
La Galería La Catedral, con su espacio íntimo y acogedor, actúa aquí como un santuario. Y quienes entran, si se lo permiten, salen algo más llenos, algo más tocados de belleza.