A medida que nos asentamos en la nueva década, el mundo del arte hace sonar cada vez más la alarma sobre la emergencia climática.
Este pasado 2021 hemos tenido olas de calor, huracanes, inundaciones, volcanes en erupción, miles de hectáreas de bosques calcinados e incluso, un incendio en alta mar, todos ellos fenómenos inducidos por el cambio climático.
Aunque la sostenibilidad debería ser un tema central entre las diversas instituciones culturales y sus manifestaciones artísticas, todavía queda mucho por hacer, pero parece que, desde mesas redondas en ferias de arte hasta proyectos artísticos y compromisos institucionales, el sector creativo ha pasado a actuar de verdad después de años de sólo hablar.
Artistas, activistas y líderes institucionales se reúnen para debatir qué puede hacer el mundo del arte para mitigar o incluso revertir los efectos perjudiciales del cambio climático. El mundo del arte y sus instituciones deberían liderar el camino para ayudar a la sociedad a responder haciendo cambios duraderos en su propio comportamiento.
Por un lado, los artistas tienen herramientas únicas a su disposición para captar la atención del público y entablar conversaciones que ayuden a la gente a comprender la enorme magnitud de las dificultades que se avecinan. Por otro lado, las instituciones han empezado a tomar consciencia de su propio impacto, ya que dar cabida a las ideas sobre el cambio climático en la programación artística es sólo una parte de la solución.
Las instituciones también deben actuar en consecuencia. Frances Morris, directora de la Tate Modern en Londres, anunció en 2019 un ambicioso plan de sostenibilidad: alcanzar las cero emisiones netas para 2030. ¿Cuáles son algunas de estas iniciativas para alcanzar el nivel de cero emisiones?
En primer lugar, está la cuestión de hacer que los espacios culturales sean respetuosos con el clima, sostenibles y resistentes, por lo que un inicio sería tomar consciencia de la cantidad de emisiones de carbono que se emite, ya bien sea un museo, una galería, centro de arte o feria. Para ello existen calculadoras digitales de carbono que ayudan a comprender el impacto de una institución y registran los datos con los que medir ese impacto. Una vez que una institución entiende cuánto y dónde está contaminando, puede tomar medidas para reducir su huella de carbono. Para ello se habla de las tres “R”: reducir, reutilizar y reciclar. Las fuentes de energía verdes para alimentar sistemas eléctricos o la calefacción del edificio son fundamentales para consolidar una infraestructura sostenible.
La Tate Modern, por ejemplo, aprovecha la abundancia de agua de lluvia de Inglaterra para descargar sus inodoros. Las organizaciones también deben intentar eliminar todos los residuos de los vertederos reutilizando cajas, buscando alternativas al plástico de burbujas o evitando el menaje de un solo uso.
Otro punto candente es el del transporte. Las ferias de arte son claramente insostenibles por el alto nivel de movilidad que requieren tanto por parte de las galerías (transporte de obras, personal, materiales para el stand, etc.), como por parte de los artistas y los visitantes.
Los materiales de envío y los elementos de diseño de las exposiciones pueden reutilizarse. Los catálogos pueden compartirse en línea. Además, la expansión transformadora de la programación virtual durante la pandemia es una alternativa para que la gente pueda acceder a las instituciones culturales sin quemar gasolina o combustible de avión.
Si esa reducción no es posible, las instituciones deberían financiar iniciativas de reducción de emisiones en un esfuerzo por «equilibrar» el propio impacto del carbono. El dinero puede destinarse a iniciativas de plantación de árboles, a proyectos de protección de los bosques o a financiar programas de energías renovables. Y en lugar de dejarse seducir por los patrocinios de organizaciones con mucho dinero invertido en la industria de los combustibles fósiles, las instituciones deberían buscar nuevos modelos de financiación, aunque sigue siendo escandaloso ver la cantidad de exposiciones sobre el clima o la sostenibilidad esponsorizadas por este tipo de compañías.
¿Y qué hay en cuanto a los artistas? ¿Existe el llamado “Arte Climático”? No se podría considerar una categoría en sí, más bien una etiqueta mediática, pero son varios los artistas contemporáneos que han contribuido a su popularización.
El argentino Tomás Saraceno y el danés Olafur Eliasson son dos de los artistas que han aceptado el reto de crear símbolos lo suficientemente potentes como para abrirse paso en la conciencia pública. Otros, con perfil más activista, como Michael Wang crea representaciones escultóricas de la cantidad de dióxido de carbono que se genera en la producción de obras de arte monumentales como las esculturas de acero torcido de Richard Serra e incluso algunos proyectos del propio Eliasson. Los objetos minimalistas de Wang, escalados para aproximarse al peso relevante del carbono, señalan los procesos de producción intensivos en carbono que forman parte del mundo del arte.
Y un paso más allá está el colectivo, Forensic Architecture que participó en la bienal del Whitney en 2019 con un video sobre el uso generalizado en conflictos de todo el mundo de gases lacrimógenos, que obligó al coleccionista Warren Kanders a dimitir como vicepresidente del museo por poseer una empresa de defensa encargada de vender gases lacrimógenos y otras «soluciones para el control de multitudes».
En un momento en el que muchos aspectos de la conducta institucional están bajo escrutinio, desde las políticas de coleccionismo hasta las prácticas de contratación, es necesaria una llamada a la acción que sirva de catalizador para generar políticas económicas que limiten las emisiones de carbono en el arte.