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De ruta por Tarragona: El faro del mundo

Paradisíaca isla de Buda. Esta semana descubrimos la historia de la que para muchos fuera la torre más bella creada por el hombre, nuestra Torre Eiffel. ¿Qué pasó con ella?

04 julio 2024 07:00 | Actualizado a 26 diciembre 2024 07:00
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En 1884 se inauguró el faro de San Juan de Salvamento, en Argentina, con el propósito de guiar a los barcos que surcaban las peligrosas aguas del cabo de Hornos y el estrecho de Le Maire. Ubicado en un lugar tan remoto como inhóspito, donde se encuentran las aguas del océano Atlántico y el océano Pacífico, este faro se convirtió en el escenario ideal para que Julio Verne se inspirara en su novela El faro del fin del mundo (1905). Unos años antes, en 1864, en el extremo este de la Isla de Buda, en el Delta del Ebro, se erigía un faro que, si bien no alcanzó la fama literaria de su homónimo argentino, marcó un hito en la navegación tarraconense. Aquel faro, con su lámpara Degrand, también guiaba a los navegantes por aguas traicioneras. Cada ocho horas, el farero ascendía los trescientos sesenta y cinco peldaños de la torre para encender la luz, brindando seguridad en un enclave que, como el de Verne, parecía un verdadero fin del mundo.

El sueño de Lucio del Valle

Esta semana descubrimos la historia de la que para muchos fuera la torre más bella creada por el hombre, nuestra Torre Eiffel. ¿Qué pasó con ella? En la segunda mitad del siglo XIX se construyeron tres faros de hierro en la factoría de John Henderson Porter, en Birmingham, según el diseño del arquitecto e ingeniero madrileño Lucio del Valle. Estas torres modulares, concebidas para mejorar la seguridad en las aguas del Delta del Ebro, fueron transportadas pieza a pieza desde Inglaterra. Sin embargo, no todas siguieron el mismo camino: dos de ellas llegaron por tierra, mientras que la más alta y majestuosa, debido a su tamaño y al desafío que planteaba su emplazamiento, zarpó en barco desde Gloucester. Una vez en su destino, estas tres estructuras encontraron su lugar: una al norte, en la Punta del Fangar; otra al sur, en la Punta de la Banya; y la última, tras cruzar el estrecho de Gibraltar, en la paradisíaca isla de Buda.

Una joya de ingeniería

En Revista de Obras Públicas, la publicación no diaria más antigua de España, Lucio del Valle publicó múltiples artículos sobre la torre de buda y, en definitiva, el sistema de faros. Más allá de las meras curiosidades que apunta el ingeniero, como el hecho de que el coste total de la obra antes de su embarque fuera de 97.000 pesetas -algo que puede leerse en el número 1124 de la publicación-, se encarga de describir la torre que nos ocupa: «la base de la torre es un octágono regular de 17 metros de diámetro. [...] A 9,60 m sobre la gran plataforma de pilotaje, he situado la casa de los Torreros, cuyo piso está formado por una armadura de vigas radiales». En pocas palabras, el faro de Buda era una estructura de hierro y forma octagonal de 53 metros de altura que distribuía su peso uniformemente sobre los pilotes de hierro fundido. Estos se hincaron en el terreno a fin de alcanzar capas más compactas que la arena superficial.

Cada ocho horas, el farero ascendía los 365 peldaños de la torre para encender la luz

Su diseño reflejaba los avances de ingeniería de la época, constituyendo una solución eficaz a su emplazamiento; sin embargo, la estructura acabó sucumbiendo a la dinámica implacable del Delta de l’Ebre.

La primera luz

El martes 1 de noviembre de 1864, un torrero -nombre con que se conoce también a los fareros- ascendía los trescientos sesenta y cinco peldaños de la torre para prender, por primera vez, la lámpara Degrand alimentada por aceite de oliva. El faro de Buda se ubicó en el cabo Tortosa, en la isla marítima y fluvial de Buda, a pesar de que la aportación de sedimentos alimentó el crecimiento del Delta y alejó la línea de costa. No obstante, a medida que se construyeron centrales eléctricas, embalsas o canales de regadío, la aportación de sedimentos disminuyó y «los temporales y crecidas obligaron al litoral a batirse en retirada», como apunta Macías González en el Breve atlas de los faros del fin del mundo.

Entre los episodios de sus últimos años está el descrito por el torrero Alfredo Cabezas Martos en un expediente depuratorio: «el 21 de abril de 1938, se presentaron fuerzas rojas. [...] En el término de dos horas, tenía que evacuarse totalmente el personal del faro e incendiado de éste». El suceso lo recuerdan Antonio y Manolita, los hijos de Cabezas, y puede leerse en el libro Los faros de España: «nuestros padres nos despertaron y nos indicaron que debíamos vestirnos con todo lo posible. [...] Abandonamos el faro y nos dirigimos a pie hasta las barcas de suministro y subimos a ellas, envueltos en mantas». Lo cierto es que la torre sobrevivió a aquella agresión, al óxido y a la corrosión, pero encontró su final en la nochebuena de 1861, cuando un temporal derrumbó su bella estructura.

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