La importancia de los lugares no es una hipérbole. La importancia de la geografía, que es lo único que persiste, es fundamental. Es la referencia básica de nuestras vidas: esos lugares que nos vieron crecer, que vivieron nuestra adolescencia, nuestros domingos al sol, nuestras noches de verano, nuestros primeros besos, desencantos. Hay lugares míticos que son propiedad del mundo: el Café Flore de París, el Florian en la Piazza de San Marco, el Pushkin en Moscú. Estos son los obvios, pero si preguntamos, cada cual tendrá su geografía íntima.
Ese rincón en un restaurante grasoso de Hong Kong, el café en un segundo piso en la avenida Omotesando de Tokyo, donde pudimos pasar horas sencillamente mirando por la ventana. Los lugares son necesarios y lo son más ahora que todo fluye, que todo huye, que todo cambia. Regresamos a los sitios que no cambian, los que se resisten a tocar un centímetro de pared, de tela, de vajilla. Alguien podría pensar que lo que le ocurre a un bar de Cadaqués, por muy mítico que sea, no tiene mayor importancia para los que vivimos por estas latitudes. Pero eso no es verdad. Porque la historia del Boia es la historia que aquí hemos vivido en repetidas ocasiones y que no conseguimos olvidar.
El Leman de la Rambla, El Fortí de la Reina, el Arimany, el Poetes, el Zaida, el Moto-Club (que resiste pero ya no es lo mismo, o quizás seamos nosotros los que ya no somos los mismos). ¿Se puede añorar más un bikini del Leman que una persona? Se puede. Lo certifico.