Antes que hacer las Américas, lo que de verdad estuvo de moda fue hacer las Hispanias. O las Iberias, que era el apodo en griego. No había hijo de fenicio o nieto de Ulises que no se pirrara por una beca Erasmus en la península. Ya ven cómo cambia el cuento de una semana para otra. Dejamos al Homo Tarraconensis jugando a los picapiedra y lo encontramos ahora pagando la hipoteca de su choza adosada en una aldea con doble muro blindado y alarma antirrobos. ¿Qué ha pasado entonces? Los que creen en las ayudas arbitrales dirán que fue la mano de Dios –la de Maradona, me refiero–. Para el resto, seguramente, una mezcla de azar, necesidad y anticiclón de las Azores. Quiero decir que el clima ya estaba en su sitio, justo después de los deportes. Y las fieras ya no daban miedo apiñadas en Rioleón Safari.
¡Bienvenidos al Neolítico!, la primera revolución mediática de la Historia. Jóvenes del Creciente Fértil quemando contenedores bajo un mismo lema: ‘El cazar se va a acabar’. No es que todos fueran simpatizantes del partido animalista (o no todos, al menos), lo que ocurre es que había nacido la agricultura y el pastoreo, y con ellos, la vida sedentaria, el colesterol por las nubes y el pan de espelta.
Pero volvamos a lo nuestro. Aquí, en esta parte del mapa (entre Vandellòs y el Garraf, con las montañas de Prades al fondo), habían hecho fortuna unos íberos a los que llamaremos, en tono familiar, cosetanos o cesetanos, tipos que aprovechaban cualquier loma a la ribera de un río o en primera línea de mar para montar sus ciudadelas. La capital de aquella tropa era Tarrakon, Kesse o Cissis; para gustos, la toponimia. Piensen que el alfabeto, traído por los fenicios, todavía estaba en periodo de pruebas, así que el callejero era un crucigrama. Y las guías de viaje grecolatinas tampoco ayudan. Por ahí asoma, entre brumas, la mítica Calípolis. Luego, para más inri, tenemos el asunto de la numismática. Sí señores, ya había calderilla. Eso sí, cada moneda con su jeta y su cruz, imagínense el lío. Parece, a pesar de todo, que aquella Tarrakon, Kesse, o como buenamente se llamara la criatura, se localizaba, calle arriba calle bajo, entre Caputxins, Gasòmetre, Sevilla, Eivissa, Pere Martell, Jaume I y Zamenhof de la actual Tarragona. Y decimos parece, porque en materia de íberos nunca se sabe en qué zanja va a tocar la Bonoloto.
Lo que sí sabemos, a grandes rasgos, es que aquellos primos lejanos eran amantes de la dieta mediterránea y el cine bélico. En el poblado de Olèrdola, en el Alt Penedès, el Museu d’Arqueologia de Catalunya ha encontrado el cráneo de un individuo, supuestamente enemigo, cuya cabeza cortada se exhibía como una Champions. Hablamos, por supuesto, de comunidades gobernadas por aristocracias militares. Y donde hay ejército, hay caudillo. Pero no todo eran pelis de Rambo. Los días de diario los cosetanos también tenían palique para el comercio. Las evidencias de aquel trajín son palpables en cualquier yacimiento. Ahí tienen, por ejemplo, El Vilar, en Valls; Les Masies de Sant Miquel, en Banyeres del Penedès; Darró, en Vilanova i la Geltrú; o Alorda Park, en Calafell, quizá el más didáctico. Por primera vez surge un cierto sentimiento de propiedad y de pertenencia al grupo, ingredientes que, bien precocinados, ya daban rédito nacionalista a los caciques de turno. Si a eso le añadimos que por esta fecha más o menos se inventa la hoz, que se suma a otras herramientas previas como el martillo, ya tenemos los síntomas de toda sociedad compleja. Roma está a la vuelta de la esquina. Lo siguiente es el Seat Tarraco, pero de los vehículos de siete plazas mejor hablamos en otro momento. (To be continued).