«Vivo en El Vendrell y trabajo en Barcelona. Son 70 kilómetros de ida y vuelta que hago cada día», explica Nati Campodarbe, una ciudadana barcelonesa de las de toda la vida que con 54 años tuvo que hacer las maletas.
Tras un cuarto de siglo en alquiler, un fondo buitre compró toda la manzana donde ella vivía y se vio obligada a marcharse. «Busqué y busqué pero no encontré. Todo lo que encontraba en la zona estaba entre los 1.200 y los 1.500 euros», afirma.
Nati miró más allá y se fue alejando progresivamente del centro, sin fortuna, hasta que dio con una oportunidad en el Baix Penedès, donde reside desde 2017. «Me quedé aquí porque es lo más barato que encontré. Pago 425 euros y estoy agradecida porque no me lo suben. Ahora entrar a un piso en Poblenou, donde yo he vivido siempre, costaría 1.200 y yo no cobro mucho, no me puedo permitir una cantidad así».
Renunció a comodidades y bienestar por poder tener su casa. «Trabajo de administrativa en Barcelona. Voy y vengo cada día, pero los trenes van fatal. Cojo el mío a las 7.04 y llego sobre las 9.15. Trabajo hasta las tres de la tarde pero luego, en función de los trenes, tardo mucho en llegar», lamenta.
«Sigo buscando más cerca»
Nati sigue buscando una vivienda más cercana a Barcelona, su ciudad de siempre, allí donde trabaja y donde está su hijo, de 24 años, que reside con una hermana. «Continúo buscando porque no me gusta estar aquí. Siento que no es mi sitio y querría volver en algún momento, pero no encuentro nada. He buscado por L’Hospitalet, Cornellà o Molins de Rei, pero todo cuesta entre 800 y 850 euros», cuenta Nati.
Casos de este tipo son cada vez más comunes. «Conozco de oídas varias situaciones como la mía. De hecho, hay una familia que se ha tenido que mudar ahora de Barcelona a El Vendrell porque allí no se podían permitir tener un piso», admite.