Érase una vez ocho artistas internacionales que dedicaron toda una semana de diciembre a mostrar sus habilidades en una playa de la Costa Daurada. Cada uno tenía ante sí un montículo enorme de arena prensada y el reto por delante de modelar con sus manos un cuento infantil con personajes del belén.
Aquel año 2020, azotado por la pandemia de un virus maligno llamado Covid-19, los ocho protagonistas se habían propuesto arrancar sonrisas a los visitantes que vieran su proyecto, a buscar miradas optimistas en una época donde las malas noticias impregnaban el aire de aquel diciembre raro.
Los ocho artistas decidieron repartirse cada montaña amorfa y escoger un cuento para esculpir. Cada uno se puso a trabajar explicando su idea al compañero y amigo para no reflejar en el conjunto escultórico el mismo cuento con dos personajes diferentes.
La maldita máscara obligatoria molestaba. El calor humano de la gente que se aprecia se enfriaba por culpa de las distancias obligadas.
Aquel virus, aquella pandemia mundial, también quería empozoñar su sello en la escultura de La Pineda. No lo tendría fácil. Si los ocho magníficos lograban cautivar la admiración de la gente y atraer al público como en las veinte ediciones anteriores, el virus no caería derrotado pero habría perdido parte de su poder: tristeza, melancolía, desesperación, frustración... Por poco que fuera, si la gente sonreía y disfrutaba durante su paseo por este punto de la playa, la maldición llamada Covid quedaría excluida de aquel entorno.
Trabajo terminado
Tras muchas horas de trabajo, de dedicación y precisión, las ocho montañas de arena fueron silueteando lentamente un cuento cada uno. Unos más fáciles de interpretar, otros requerían prestar atención en los detalles.
Pero aquel era el reto para padres e hijos, para familias que podrían rodear el conjunto escultórico, cruzarlo a través y observar con detenimiento como aquellas manos con escalpelos y otros utensilios de precisión quirúrgica moldeaban personajes a los que sólo les faltaba el alma para ser reales.
Al final de la semana, y con los últimos rayos del sol escondiéndose enel horizonte, los artistas terminaron su cometido.
La Sirenita, de Hans Christian Andersen, publicada en 1837 acogía a la Virgen María y al pequeño Jesús. En un extremo y de tamaño pequeno emulando lejanía surcaba en una barca Sant Josep. A poca distancia, acogiendo al buey y al asno, estaba el relato corto de los Músicos de Bremen, de los hermanos Grimm de 1819. Más autóctono, y muy catalán fue la presencia del Caganer convertido en El Patufet escondido detrás de una enorme col resguardándose (en el caso de La Pineda) del viento más que de la lluvia.
En otro montículo coronado por un pueblecito, había una joven arrodillada que lavaba ropa. La monocromía de la arena impedía resaltar el color rojo de su capucha e identificar a la lavandera como la Caperucita Roja. ¿Pero a la Caperucita no le falta el lobo?, preguntaba un niño a su padre, que lo cogía en brazos.
No le faltaba razón al imberbe visitante, que a pocos metros de la Caperucita se dibujaba un rebaño muy especial. Debajo de una piel de cordero se escondía el lobo feroz del cuento escrito primero por Charles Perrault y luego por los hermanos Grimm. Aquellas ovejas tenían una de falsa, y no era precisamente el perro del pastor. El cuento del lobo y las siete cabritillas, de 1812.
Detrás, pero no por ello en un segundo plano, un hombre de madera todavía con una nariz proporcionada conducía aquel rebaño. Pinocho, el personaje de Carlo Collodi (bajo el seudónimo de Carlo Lorenzini) y que había nacido en las páginas de un periódico italiano en 1882, era el que iba con aquel rebaño tan peculiar.
El recorrido terminaba y faltaban personajes por ver. No podían faltar los Tres Reyes Magos, aunque las barbas de Melchor, Gaspar y Baltasar fueron transformadas en tres rollizos animales rosados, hermanos, que construían casas de paja, madera y ladrillo. Los Tres cerditos, pero, no levantaban edificios en la arena, más bien se montaban en un lobo convertido en extraño camello para tres para ir a adorar al niño Jesús.
Finalmente, e iluminando el cielo de La Pineda estaba el ángel anunciador, un elemento que a primera vista desconcertaba a los visitantes. ¿A qué cuento podría recordar aquella figura enorme y angelical? En su base, pequeña y casi desapercibida, una niña sentada. Y a su lado un zapato.... ¿Sería ese su número?
FIN