Testimonio: Entre la vida en paréntesis y la ciencia (ficción)

Balance. Nos amoldamos a un día a día monacal y a imágenes distópicas que son un disparate

12 marzo 2021 09:34 | Actualizado a 14 marzo 2021 09:09
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Yo, con una leve patología cardiaca, me recluí por completo por si las moscas. Dos meses del tirón en los que no pisé ni el rellano. Ni bajé la basura ni intenté hacer pasar a mi cobaya por perro pequeño para salir a pasear. Compré la Wii por Wallapop, me aficioné al 'Animal Crossing' (Freud me diría que para huir de tanto espanto), salía a comer al balcón y me hice con una bici estática que, cómo sería de grave la emergencia global, estuve a punto de usar un día. Seguí trabajando, pero desde casa, mirando por la ventana el cielo gris de aquel marzo que nunca olvidaremos, comprobando tontamente desde la lejanía que si seguían pasando camiones por la A-7, al otro lado del Parc del Francolí, todo abastecimiento quedaba cubierto. 

La magnitud de la tragedia se me revela con más crudeza no tanto en aquella parálisis sobrecogedora como en imágenes icónicas diarias, que son en verdad un dislate aunque sean ya bien cotidianas. A veces me sorprendo en la propia calle, admirando el disparate que es ver simplemente a otro con mascarilla, ese objeto ya tan familiar. Otro de esos fotogramas que me estremecían: en las primeras salidas, por franjas, un coche de Protecció Civil circulando por Tarragona y avisando a la población de lo que se podía y no se podía hacer. 

La cámara en el techo del centro comercial que registra mi temperatura sin darme cuenta o esas flechas que nos embocan a circuitos unidireccionales me suenan a futuros de la ciencia ficción, a Aldous Huxley o a '1984'. Incluso atender a Sánchez en las primeras comparecencias parecía un capítulo de 'Black Mirror' o un show de Truman apocalíptico. 

El año distópico

Nos hemos acostumbrado a vivir en una distopía orwelliana que, en realidad, tiene mucho de vida norcoreana. Mis privaciones han sido también, supongo, las de casi todos. En este tiempo he visto a mi tío, que tiene 92 años y no puede salir de casa, una sola vez, después de hacerme un test de antígenos. No he vuelto a coger un autobús. No he ido al cine ni a conciertos. Tampoco a la playa. No me monto con nadie en el ascensor. No he vuelto a hacer la compra presencial en el súper y comí tres veces de restaurante, todas ellas en verano. 

Pero es que tampoco camino, y se me ha hecho raro volver meses después a rincones de Tarragona que han ido cambiando y que me resultan ahora ajenos, porque la cotidianeidad monacal (del trabajo a casa en el mejor de los casos pero a veces solo del salón a la ventana) nos ha llevado a un sucedáneo de existencia y a minimizar la vida, a ponerla entre paréntesis. El Passeig Marítim, la Part Baixa, hasta la Rambla; lugares alejados de mi tránsito habitual en los que me he sentido un turista despistado.

El signo de los tiempos

Soy, como tantos otros, hijo de este signo de los tiempos: un año después me he sorprendido más pegado a Netflix, con el móvil lleno de app de envío a domicilio, cambiando el sofá y buscando ordenador nuevo para teletrabajar. He normalizado que mi madre me pregunte cómo está el índice de crecimiento potencial, que no es otra cosa que el riesgo de rebrote, sin pararme a pensar en tal extravagancia. También me sorprendo, algún rato, cuando me veo hablando en el periódico sobre montañas de cifras de muertos, riesgos de rebrotes y entre opiniones de médicos y sanitarios, y alguna vez he creído que escribiríamos ya toda la vida de esto. No ha sido (no es) sencillo mantener la cordura cuando el oficio te lleva a ser consciente de todo lo que hay, en una suerte de lucidez dolorosa. No es fácil desintoxicarse de ese torrente pandémico en los medios de comunicación cuando trabajas en uno. Uno acaba golpeado por esa exposición a lo que le cuentan: la doctora de urgencias que se echaba a llorar, exhausta, al llegar a casa; el propietario que le perdonaba la deuda al inquilino al que le era imposible pagar; la familia que apelaba a la caridad para poder comer o la mujer que, un año después, volvía a darle la mano a su madre, anciana, en una residencia. 

En el bucle de recuentos y tantos por ciento de contagios y testimonios escalofriantes, reconozco ser brasas con las medidas, pero también haberme enojado al ver según qué estampas llenas de irresponsabilidad. Puedo pecar de pensamiento cuñadista, pero creo no solo que aprendimos poco sino que además se nos olvidan pronto los muertos, las UCI llenas y la falta de respiradores. Hasta los aplausos de las ocho. Todo ello contrasta, eso sí, con la solidaridad emocionante y el prodigio de la ciencia, con esa vacuna exprés como principal exponente. Maravillas y paradojas de la condición humana. Nada nuevo bajo el sol. 

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