«No concibo mi vida sin bailar. La danza es una terapia y una forma de comunicar como cualquier otra», defiende Verónica Blasco. La pasión por la danza es la que ha llevado a esta tarraconense hasta el continente asiático para dar clases de esta disciplina a unos alumnos y alumnas en un país donde no se concibe la danza contemporánea de la misma manera que en Occidente.
«No es cierto que no sean expresivos. De hecho, creo que es todo lo contrario y que tienen un gran potencial», afirma Verónica, tras haber trabajado durante 10 días en diferentes escuelas de China con casi 500 alumnos desde los 8 a los 13 años, además de los procedentes del Conservatorio Profesional. «Tienen mucha sensibilidad por la música y el dibujo, por todo lo relacionado con el arte. En cuanto a la danza, en los colegios se bailan las del país, como una asignatura. Tienen relación con la danza que ellos consideran que deben mostrar así como con la clásica, pero no con la contemporánea, que es la que yo fui a enseñar», cuenta esta profesora, que baila desde niña.
La aventura oriental tuvo lugar el pasado septiembre a raíz de que «una persona muy importante para mí que vive allí se puso en contacto con diferentes escuelas de la zona. Después de enviarles vídeos, mi currículum y una carta de presentación, me invitaron». No se lo pensó dos veces y sin prácticamente información se puso en viaje. «No sabía a qué escuelas iría, ni qué estudiantes tendría. Tampoco el idioma y además sin móvil, porque una vez allí no me podía comunicar. No sabía absolutamente nada», revela. Así las cosas, una vez en el aula, Verónica echó mano del recurso que mejor conoce, que no es otro que el de la comunicación no verbal en forma de baile. Movimiento corporal, expresión y sensibilidad.
«Iceberg» es el vocablo que esta profesional utiliza para describir sus primeras impresiones con sus nuevos pupilos, rigidez inicial. Ello, unido al respeto hacia el profesor y mucha disciplina. «Yo daba un paso y ellos lo copiaban», explica Verónica. Sin embargo, no era esa la finalidad. «Yo doy un paso y tú lo expresas. No quería el paso perfecto, quería que lo sintieran», puntualiza. Pero romper el hielo o «romper filas», como ella lo llama, no fue sencillo. Le costó más de 20 minutos.
«No entendían que podían tomar toda el aula y hacer lo que quisieran, que podían sentir completamente sus movimientos sin hacer lo mismo que el de al lado. Cada clase era un laboratorio de emociones, era más que dar una clase de danza porque era romper toda esa rigidez que ellos tienen allí. No es que no sepan expresarse. Es que no les han enseñado», sentencia. Una barrera que ella pudo romper para comprobar cómo «verdaderamente el minuto 1 es completamente diferente del 60 y eso no tiene precio», comenta.
Las clases con alumnos y alumnas chinas duraron solo diez días, diez intensos días que le han roto todos los esquemas que esta bailarina tenía hasta el momento. «Para mí ha sido una experiencia muy gratificante tanto a nivel personal como profesional. Y lo mejor del caso no es lo que yo he podido enseñar sino lo que he aprendido de una cultura tan diferente.
Llegué conmovida», cuenta. Conmovida por lo que se trajo consigo, pero también por lo que dejó. En este sentido, su mensaje fue, «lo que les he enseñado que no lo pierdan nunca, que se lo queden en el corazón pues no se baila solo con el cuerpo sino con el corazón».
Su próximo destino es Anantapur, donde irá con la URV y la Fundación Vicente FerrerA la vuelta, las comparaciones fueron inevitables. ¿Qué ha cambiado tras su paso por Asia? «Me he dado cuenta de que aquí, muchas veces damos las cosas por hechas. A mis alumnas ahora les digo que expresen e investiguen, no se trata de bailar por bailar».
La experiencia fue tan impactante que decidió emprender viaje nuevamente, esta vez a Vietnam, a pesar de todas las dificultades que ello le comportaba como madre de dos hijas.
Un país más abierto
No obstante, en Vietnam, el choque cultural no fue tan intenso. Las clases duraron cuatro días, con menos alumnos y una percepción de mayor cercanía. «Fue completamente diferente, primero porque solo tuve adultos y segundo, porque se nota que es un país mucho más abierto, lo que hace que su expresión corporal sea completamente diferente», señala esta tarraconense. Y aclara que «no es como si bailaras aquí porque estás en otro país, pero es más similar, no encontré tanta rigidez. La cultura es más parecida a la que tenemos aquí y están muy abiertos al turismo, lo que también les hace relacionarse. Ellos están acostumbrados a bailar hip hop y danzas urbanas. Tienen ese tipo de movimiento que nos suena más a nosotros».
La siguiente parada será en julio en Anantapur, en la India, desde donde viajará a Nepal. En la India Verónica pondrá en marcha un proyecto presentado a la Universitat Rovira i Virgili (URV) de forma conjunta con la Fundación Vicente Ferrer. La finalidad es llevar a cabo una fusión de músicas de aquel país y occidentales e intercambiarlas, «de modo que se pueda montar una danza contemporánea con su música y al contrario».
Con un matiz, serán solo músicas escritas o cantadas por mujeres, con «un mensaje potente de forma que mediante la letra, la danza y el ritmo pueda significar una inyección de empoderamiento de la mujer». En esta línea, uno de los temas escogidos es Cor perdut, de Maria del Mar Bonet perteneciente a Collita pròpia. «Es un tema que hace muchos años Nacho Duato montó cuando era director de la Compañía Nacional y que habla del amor hacia un hombre». Extremo que en este caso permutará por el «amor a la libertad y a las decisiones de la propia mujer».
Para Verónica, su experiencia en Vietnam, pero especialmente en China, supuso la certeza de que «los sueños pueden hacerse realidad sin saber bien ni cómo, ni cuándo, ni dónde».