Cada mediodía, a eso de las tres de la tarde, me dispongo a cruzar el Parc de la Ciutat. Y, cada día, antes de adentrarme en el arenal, me planteó si cambiar de recorrido y pasar por la calle Pere Martell para llegar a mi destino. Pero casi siempre lo descarto porque me obliga a dar más vuelta y a peder más tiempo. Y ahora, que acabó de ser madre, los minutos valen oro.
Cuando decido armarme de valor y enfilar las escaleras que me empujan de pleno al parque, algo en mí se activa. Una especie de alerta constante hasta que mis pies no cruzan de nuevo la puerta de salida del recinto –en la avenida Ramón y Cajal–. Durante el trayecto, unos cinco minutos a marcha rápida, no puedo parar de mirar atrás. ¿Me estará siguiendo alguien? ¿Me pongo la mochila por delante? ¿Se acercarán sin darme cuenta? Son preguntas que me vienen a la cabeza y que me hacen estar tensa durante todo el recorrido. Al cruzar la meta, me relajo. Ya me siento segura, ya no hay peligro.
Quizás alguna lectora se identifica con mi relato. Me da rabia sentirme así y, en ocasiones, no entiendo qué es lo que me hace sentir tan insegura a mi paso por el Parc de la Ciutat, si nunca me han atracado ni me han agredido.
Es lo que se conoce como una percepción de inseguridad. En los bancos hay grupos de jóvenes que no generan confianza. Algunos beben, otros fuman marihuana e incluso alguna vez les he visto pinchándose heroína a plena luz del día.
También hay muchas personas sin hogar que escogen el Parc de la Ciutat para pasar el día. Allí se juntan, beben y, a veces, he sido testimonio de peleas entre ellos.
Además, el Parc de la Ciutat es el lugar perfecto para que los carteristas que operan en la estación de autobuses puedan escapar y salir corriendo sin ser pillados. En más de una ocasión ha pasado volando por mi lado algún joven sospechoso. Detrás, la víctima, desesperada. También se utilizan los arbustos para esconder los artículos robados.
Mientras pasa todo esto, a mano izquierda de mi camino, hay una especie de pipican. Pero la realidad es que los amos de los perros creen que todo el parque es un pipican. La gran mayoría deja suelto al can al entrar al parque. El problema se agrava cuando ves llegar a un perro de raza peligrosa. Entonces, el camino se hace más largo pese a que el paso se acelera. Al llegar a la puerta de salida del parque, me siento aliviada. Pienso: un día más cruzando sin que me haya pasado nada.
Conozco a gente que me ha explicado cosas realmente duras que le han ocurrido en este pulmón verde de la ciudad. A una le ofrecieron droga y, a otra, mantener relaciones sexuales a cambio de dinero. Todo ello mientras cruzaban el parque.
El artículo no pretende crear más inseguridad ni meter el miedo en el cuerpo a aquellas mujeres que pasan diariamente por el lugar. Solo quiero pedir medidas que ayuden a poner punto final a esta sensación tan mala.
Es importante que el Parc de la Ciutat, tal como su nombre indica, vuelva a ser para los ciudadanos. Que podamos disfrutar del parque infantil que hay dentro o que podamos sentarnos tranquilamente en un banco a leer un libro. Hoy en día es imposible.