Desde abuelas con bastón a bebés de pecho. Casi cien personas acudieron ayer a una visita al campanar de la Catedral de Tarragona. La actividad, convocada por Amics de la Catedral, superó cualquier expectativa de asistencia de los organizadores.
Así, hubo que tirar de paciencia para subir los 202 escalones que separan el templo de lo más alto. Eso sí, la espera tuvo premio.
En el templo mayor de Tarragona hay 19 campanas, de las cuales solo 12 se tocan manualmente. Lejos de los tiempos en que las campanas anunciaban todo tipo de acontecimientos: la hora, un incendio, el fin de una batalla, la proximidad de un bombardeo, la muerte... En la Catedral de Tarragona ya no hay campaneros contratados. Hoy quienes se ocupan de hacerlas tañer son todos voluntarios; una veintena, con Cristóbal ‘Tóful’ Conesa, a la cabeza.
Y, he aquí, una de las primeras sorpresas: aunque el de campanero es un oficio antiguo, también hay jóvenes que se interesan por seguir la tradición.
Sangre nueva
Es el caso de Laura Carreto. Hoy tiene 19 años, pero comenzó a subir con 10. A diferencia de otros miembros del grupo, ella no tenía ningún campanero en su familia, así que lo suyo fue puro amor a primera vista. Dice que se cogió a la cuerda (de la campana) y ya no se ha soltado.
Ya no es la menor del grupo, tienen un niño de doce años que, como ella al principio, toca las campanas más pequeñas. «Nunca olvidaré la primera vez, cuando el Tòful dijo: ‘tres, dos, uno’ y comenzamos todos a tocar. Es un momento mágico estar allí, saber que abajo te están escuchando, que ha habido tanta gente antes que tú haciendo lo mismo... Al final me temblaban las piernas», recuerda Laura.
Hoy Laura estudia Historia y dice que cada vez que sube al campanar aprende algo nuevo, especialmente de Conesa, que sabe lo que no está en los libros.
De monjes y grafittis
Conesa, que sigue subiendo pese a moverse con bastón, hace una parada en la conocida como Sala dels Monjos. Cuesta imaginarse a los monjes que trabajaban en el templo durmiendo aquí, pero él, poco a poco, va dibujando la situación, siempre con las campanas por medio. Que si esta campana pequeña era para anunciar que alguno ya había vuelto de un recado, que si esta cuerda para tocar las campanas sin salir, que si desde aquí, donde están estas otras, podían escuchar misa los que estaban enfermos...
La siguiente parada es la sala del reloj. El campanero cuenta que, durante la Guerra del Francés, se hizo enmudecer el reloj. En la sala puede verse aquella maquinaria original del siglo XVI, y la del segundo reloj que funcionó desde el 1882 hasta el 1986.
Hay que subir 202 escalones para poder llegar a lo más alto del ‘campanar’Aunque aquí también hay que mirar bien para ver los grafittis que hacen referencia a la Batalla de Lepanto y que ese conservan en la pared. Son dibujos hechos con carbón y fijados con clara de huevo. A punto estuvieron de perderse cuando se restauró la zona de todo el hollín que habían dejado los militares que se alojaban allí durante la Guerra Civil.
Las campanas, ahora sí
La guinda está cuando, por fin, se llega a la sala de campanas. Conesa explica que la ciudad siempre se las arregló para no dejarlas caer, «ni con Napoleón ni con Franco».
Como buen director de orquesta, da órdenes aquí y allá para que dos campaneros, tirando de fuerza y maña, den la vuelta a la Maria Assumpta, de 1,5 toneladas. A su lado Laura toca a la Fructuosa (sí, todas las campanas tienen nombre femenino)... La gente rompe en un aplauso.
Pero el premio gordo, pese al viento, es subir a lo más alto y contemplar la ciudad y a la Capona, la más grande de la Catedral (2,24 toneladas).
Al final, tras 202 escalones de bajada, queda la sensación de que bien arriba hay un tesoro digno de proteger.