Desde pequeños aprendemos que todos tenemos una sombra, una imagen opaca que nos sigue. La sombra nos introduce precoz y poéticamente al otro, pues es a través de esta que empezamos a sentir el simulacro de coexistir con los demás, a notar su inminencia. Sin duda se trata de un primer sendero para comprender que formamos parte de un todo relacional en movimiento.
En Peter Pan un niño ha extraviado a su sombra. Lo que en un primer momento parece un juego de niños es en realidad el encuentro con la alteridad, con la sombra, que es propia y ajena al mismo tiempo. Sin ella no hay manera de poder de coexistir. El cuento de J. M. Barrie nos acerca a algo tan asombroso como bello: nadie puede escaparse del otro. La relación con el otro no es negociable. En palabras de Heidegger: «existir es, esencialmente, ser-con». Sin embargo, hay quienes con su ideología pretenden eliminar la sombra de la otredad, y esgrimir un mundo uniforme, limpio de opiniones, cuyos fundamentos aspiren a criminalizar todo pensamiento foráneo y crítico.
Un país sin sombras es un país asustado por el otro, un país que rehúye el amor y la tolerancia frente a lo desconocido. Un país sin sombras es un lugar donde la ley del silencio prohíbe la subversión de la palabra; de los verbos y los adjetivos que hacen temblar los fundamentos. Un país sin sombras es un país inhabitable.
Hay cosas ineludibles que solo nuestra infancia sabe recordarnos. Tal vez deberíamos pedir a Wendy que nos cosiera nuestra sombra, -tal y como hizo en los pies de Peter Pan- para así tener más presente que no estamos solos en este mundo de niños perdidos.