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Morir no es sostenible

13 noviembre 2023 18:47 | Actualizado a 14 noviembre 2023 14:00
Carolina Figueras Pijuán
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Hace poco leí que había 1.500 nichos con avisos de impago en el Cementerio de Tarragona. Pienso en los restos de mis abuelos y mi madre, que están en un columbario de propiedad desde 1962 en Montjuic. La cuota de conservación es baja pero una persona viva debe poseer la titularidad, esto significa que a muchos nos pasará lo mismo cuando faltemos, nuestros seres queridos serán desahuciados.

Lo de descanse en paz es una estafa a la voluntad y la inversión de los que se han ido. El afán recaudatorio contrasta con los elevados gastos de excavación en zanjas y caminos de la infamia, recuperando e identificando a las víctimas de nuestra pasada guerra.

Desde tiempos ancestrales el duelo es común, pero la inhumación, como la vida, muestra diferencia de status y otorga privilegios a las tumbas de personajes ilustres y necrópolis muy antiguas consideradas bienes culturales aunque ningún particular pague esa permanencia.

Ante esa burocracia luctuosa, los indios nativos le ganan al Gobierno de Estados Unidos y a nuestros ayuntamientos: mueva los huesos de un antepasado como es el caso de ‘The ancient’, considerado el poblador más antiguo del continente americano, y se enfrentará a un juicio para perderlo, teniendo que devolverlo a su lugar.

A juzgar por las risotadas y la estridencia que no dejan sitio al sentido dolor del último adiós, la merma espiritual y eso tan ibérico de «a mí no me llama nadie la atención» han hecho del tanatorio un ‘after’, con desconocidos a quienes solamente les falta el vaso en la mano.

En el caso de la cremación, se liberan unos 400 kilos de CO2 a la atmósfera, sumando millones de toneladas de emisiones en los centros urbanos de todo el planeta. Esto supone casi cuatro gramos de mercurio en el aire que acaba en la cadena alimentaria y afecta a la salud mental. Tal volumen residual señala que morir no es ‘sostenible’, palabra estrella de cualquier estrategia de venta, sea comercial o política.

Con la cremación se liberan unos 400 kilos de CO2 a la atmósfera, sumando millones de toneladas de emisiones en todo el planeta

Cuando se entrega la urna de la incineración va acompañada de un certificado para su transporte y no se pueden esparcir las cenizas sin un permiso expreso, el funeral furtivo no es ecológico y se multa hasta los 60.000 €, pero la gente se arriesga.

Cuando beba y coma su plato preferido adivine que, posiblemente con el microplástico, está incorporando partículas de cenizas que fueron lanzadas en el lugar predilecto del difunto.

Durante los últimos años se han propuesto algunas ideas, como la compresión del polvo resultante para hacer diamantes y unos sacos biodegradables para convertirnos en abono acompañando a la semilla de un árbol. Esos cementerios de árboles trenzados con la degradación humana evocan una bucólica comunión con la naturaleza, la misma, tan incontrolable que amenaza la vida en otras zonas donde está prohibido morirse y ser enterrado.

En el caso de que el permafrost se derrita, más que jugar a ser Dios y reanimar al mamut del Pleistoceno, los científicos tendrán que enfrentarse a los nuevos retos sanitarios de esa cápsula del tiempo. Conclusión: «contaminación eres y en contaminación te convertirás» y si no pagas por tres metros de parcela, a la fosa común, como en la Sima de los Huesos de Atapuerca, un claro indicador de nuestro salto evolutivo.

Por ello me viene a la memoria el gran escritor y autor de teatro, Enrique Jardiel Poncela, quien, al final de sus días y casi en la miseria, resumió la futilidad del prestigio social y la hipocresía en el epitafio de su nicho: «Si buscáis los máximos elogios, moríos». Ramón Lobo dijo: «La muerte sólo es un problema si no has vivido». Lo suscribo, pero los que se quedan deben apechugar con la gestión, que sí lo es. Como dejó escrito la madre de un querido amigo en sus recordatorios, «ahí os quedáis».

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