Una Vengo de Atapuerca. Te colocan frente a una montaña seccionada en capas y te enfrentas a un reloj gigante que convierte los siglos en minutos y en un segundo la duración de la vida humana. El yacimiento invita a la reflexión sobre las tres grandes preguntas existenciales: ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? y, ¿adónde vamos?
Respecto de quiénes somos, muchos intelectuales coinciden en que la humanidad es estúpida e incapaz de aprender nada de sus errores. Sin embargo, hay muchas efemérides merecedoras de tanta admiración, como perplejidad produce entender cómo asistimos a los últimos coletazos de la especie homo sapiens, sin poder reaccionar.
Tres acontecimientos colectivos han sido considerados como las mayores gestas de la humanidad: una, haber ido a la luna en 1969 y sobre todo que volvieran sin que nadie haya vuelto a ir, tras la revolución tecnológica actual.
Para la Nasa en cambio, es el viaje de Magallanes y Elcano cuando abrazaron la Tierra en 1522. Pero para la paleoantropología, cómo pudieron apañárselas mil trecientos monos para llegar a Australia desde el sureste asiático hace 65.000 años, con unas embarcaciones de cañas de bambú.
También nos sorprenden prodigiosas acciones individuales como el que consiguió dominar el fuego hace un millón y medio de años, quien inventó la rueda veinte mil atrás o creó la escritura hace tres mil.
Sin embargo, para describir la mayor proeza humana tenemos que encender un foco luminoso sobre un primate de considerable tamaño. Quien, hace siete millones de años, se levantó a dos patas para divisar desde más alto si venía a comérselo un tigre de dientes de sable, y ya no bajó.
Porque, cuando dejaron de utilizar las manos para andar empezaron a ser lo que somos. Con las manos libres podía adquirir ahora cada vez más destreza y habilidad. Si es usted tan amable, míreselas un momento pues ningún otro animal podría dar cuerda a un reloj o hacer un collar de macarrones.
Respecto a de dónde venimos, el origen de nuestra especie se remonta a África, nuestros primeros ascendientes, fueron cazadores recolectores, y los llamaron sapiens porque eran sabios. Supieron sobrevivir en un planeta exuberante y limpio que le proporcionaba cuanto necesitaban.
La gesta consistió en ascender, en apenas trescientos mil años, desde posiciones de retaguardia al primer lugar en la cadena alimenticia. A pesar de lo enclenques que eran, las manos les permitieron adelantar posiciones. Como no podía ni acercarse a las hienas o los buitres, esperaban que estos terminaran de comer y con un sílex partían los huesos para alimentarse de tuétano.
Han encontrado cráneos de niños con huellas directas de los colmillos de una Panthera pardus begoueni, un tipo de leopardo extinto. Un simple chimpancé te liquidaba y comía en un santiamén, pero los sapiens se juntaban más individuos y los masacraban gracias a un pronunciado instinto social.
Y de ser el último carroñero que se alimentaban con fortuna de carne putrefacta, a base de ser más listos que el hambre, a los que comían el filete a la parrilla más fresco del animal más feroz.
Que, de presas fáciles que subsistían aterradas y estuvieron en peligro de extinción, (hubo momentos que no había más de algunos millares en todo el planeta), adelantaran a lobos, tigres, mamuts, osos, leones o cocodrilos hasta convertirse en el señor de todas las bestias.
Pasaron más de setenta mil siglos desde el simio que se puso en pie hasta que, hace apenas doce mil años, vino el cultivo del trigo, el culpable de todo. Llegó el almacenamiento, la propiedad privada, la ganadería, el patriarcado y el gobierno por unos animales que ya no eran los mejores de la manada. La envidia, la ira, el odio y las guerras convirtieron aquella gran gesta en la peor pesadilla, la que nos resuelve la pregunta de adónde vamos.
Y es que, provenir de un pasado reciente de presas y la velocidad en la que ascendimos por la pirámide trófica nos convirtieron en el animal más cruel (Nietzsche), que justifica su violencia poseídos por aquel pánico ancestral a que te coman. En unos pocos miles de años, los hombres que colonizaron Australia, quemaron los bosques y mataron a hachazos de forma tan despiadada que extinguieron a 23 de las 24 especies de grandes animales.
El instinto de conservación de la especie estaba por encima del de la propia supervivencia, así que nuestros ancestros no dudaron en atar a sus congéneres como señuelo para forzar el ataque de los grandes carnívoros. Y, sin embargo, nosotros ponemos nuestra vida por delante y como dice el científico Henry Gee, en Una (Muy) breve historia de la vida en la Tierra, aceptamos con resignación que «el homo sapiens podría ser ya una especie muerta».
Muchas personas viejas fallecen cuando ni quieren al entorno en donde habitan, ni el hábitat los respeta a ellos. Si no fuera así, unos cuantos deberíamos sacrificarnos ahora mismo para poder reinventar un mundo que ya no nos aguanta. Pero, ¿qué son los diez años que con suerte me quedan en ese reloj gigante de la evolución?
Aunque en Atapuerca, donde eres un grano de arena en el espacio y solo un instante en el tiempo, te explican que el problema de conservar nuestra especie no es que vivimos mucho, sino que somos pocos.