Un día leí un anuncio relativo al fallecimiento de una persona. Decía: «no se invita especialmente». Desde luego el finado no está para estas lindezas, aunque en el fondo ha sido invitado al otro mundo. Pero, salvo en los entierros, todo es invitación.
Invitar es una manía que a muchos les da por placer, por un interés particular o incluso con peores intenciones, como les pasó a los mamelucos en El Cairo o a los príncipes omeyas en Damasco, que, aprovechando una invitación, les cortaron las cabezas.
Hay invitaciones, y de esas hay a porrillos, que no tienen más finalidad que la de medrar, comisionar algo, hacer algún cliente o enterarse de algo que pueda ser vendido. Similares son aquellas en que el anfitrión intenta agradecer algo, sean los servicios prestados, una colaboración realizada de forma desinteresada o un contrato concluido, pero que en el fondo buscan un interés futuro, más o menos oculto. Uno sabe a lo que va y procura dar buena cuenta de las viandas. Aunque hoy día, tal como están las cosas, en muchos casos es mejor romper la invitación antes que te relacionen con alguna trama.
Hay invitaciones privadas, en las que el anfitrión puede hacer lo que le dé la gana, faltaría más, y decir que ha invitado a lo mejor de lo mejor, aunque diste mucho de la realidad, y hayan acabado yendo cuatro mataos.
Distintas son las invitaciones públicas. Un error puede acarrear hasta una guerra. Por eso se inventó una ciencia tan precisa como el protocolo, en que la se establece con rigor matemático las personas que deben ser invitadas, el orden de entrada, la silla, el traje, y hasta lo más mínimos detalles, para que nadie se sienta agraviado. Aquí puedes quedar mal no únicamente con los no invitados sino con los propios asistentes.
Hacer una lista de invitados es más difícil de lo que parece, sea un evento público o privado. Lo más normal es que te genere algún resquemor u ojeriza. «¿Por qué éste, y no yo?», se pregunta el no invitado. La cosa puede llegar a mayores y es posible que el excluido te niegue el saludo, te borre de su lista de amigos y de fieles camaradas. o de colaboradores y clientes de tu empresa, sin que uno sea consciente del cambio de actitud producido, hasta que caes: «Es que no le invité». Y ya no hay remedio, salvo que intentes salvarlo, con un nuevo evento, y con nueva invitación, y ni con esas.
Invitar y ser invitado es uno de los pocos actos humanos que nos diferencia de los primates. Se suele mitigar con el tiempo, aunque hay casos que perduran como el de un antiguo personaje público local que siempre se daba por invitado, hasta que en una ocasión los novios le pasaron al terminar la cuenta de su plato.
Pero digamos lo que digamos, invitar es siempre un placer, aunque sea por el morbo de excluir a unos cuantos; ser invitado, un halago; y no serlo, un motivo magnífico para despotricar contra el anfitrión, aunque hace un poco de daño, por mucho que uno diga que esa invitación no recibida te es completamente indiferente.