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God save the King

13 mayo 2023 20:30 | Actualizado a 14 mayo 2023 07:00
Dánel Arzamendi
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Y por fin, cuando la esperanza parecía casi perdida, pudimos ver cómo el arzobispo de Canterbury le imponía la corona de San Eduardo sobre su blanco cabello en la abadía de Westminster. Para que luego digan algunos que es imposible encontrar trabajo a partir de los cincuenta...

Pompa y boato como sólo los británicos son capaces de imprimir a un evento institucional, ya sea una boda, una coronación o un funeral de Estado. Reconozco que, en directo, apenas aguanté cinco minutos del cortejo hacia Buckingham (en realidad, yo había encendido el televisor para ver Los Fabelman, la última película de Spielberg, una especie de autobiografía que me dejó tan frío como los miles de fervorosos y sufridos monárquicos que aguantaron estoicamente la intensa lluvia en el Mall londinense).

Y allí apareció el nuevo monarca. Tal y como impone la tradición, saludó a sus súbditos desde el balcón del ala este del palacio (una construcción impulsada por la reina Victoria, al considerar que aquella residencia resultaba demasiado pequeña para su extensa familia, y que oculta de forma imperdonable la antigua y mucho más bella fachada de John Nash, ahora convertida en un simple patio interior). En cualquier caso, Dios salve al Rey. Lo sorprendente de la estampa no era sólo la coronación de un septuagenario, sino la identidad de la reina que posaba a su lado, una mujer que durante décadas fue considerada una auténtica arpía por muchos británicos. Aquella animadversión popular se desató con la entrevista que Lady Di concedió en 1995 a la BBC, donde denunciaba que «éramos tres en mi matrimonio, una multitud». La cosa se puso aún peor cuando la antigua princesa de Gales perdió la vida en un controvertido accidente automovilístico en el parisino túnel de l’Alma.

Parecía que Camila Parker jamás podría recuperar el aprecio de la población, con un pasado tan espinoso y truculento sobre sus espaldas

Parecía que Camila Parker (perdón, Su Majestad la reina consorte del Reino Unido y de los otros catorce reinos de la Commonwealth) jamás podría recuperar el aprecio de la población, con un pasado tan espinoso y truculento sobre sus espaldas.

La llamada ‘princesa del pueblo’ ya había sido elevada a los altares seculares por una ciudadanía consternada con su tragedia, y no había la menor duda de que a la amante de Carlos le había tocado el papel de mala en este culebrón. De hecho, teniendo en cuenta lo sucedido, nadie daba un duro por la consolidación de esta compleja relación, pero afortunadamente no hay mal que cien años dure. Por lo que llega desde más allá del Canal, no es que adoren a Camila, pero parece que monárquicos y antimonárquicos han empatizado con el amor prohibido de juventud de esta pareja y han decidido pasar página. Bien hecho. Dios salve a la Reina.

No es precisamente homogénea la forma en que se observa este ceremonial desde el resto del mundo. Por ejemplo, se dice que entre los estadounidenses (quienes echaron a patadas a Jorge III hace poco más de doscientos años) subsiste un nutrido sector que contempla con veneración -incluso envidia- todos los actos solemnes de la casa real británica. Detestan la monarquía como sistema, pero adoran la opulencia y la falta de pudor que se despliega en sus fastos.

Es posible que por nuestros lares suceda lo mismo, aunque apuesto pintxo de tortilla y caña a que, si Felipe y Letizia hubieran sido coronados como los soberanos ingleses (con corona de brillantes, cetro y orbe, manto de armiño, oleos sagrados, carroza dorada...) las chistes sobre Burger King no pararían durante meses. Ni me quiero imaginar las letras del siguiente carnaval de Cádiz. Y no sería una muestra de espíritu antimonárquico, en absoluto, sino el puro cachondeo de quienes aceptan que un rey ocupe la Jefatura del Estado, pero sin fliparse.

Aun así, sin llegar a los excesos Disney de los Windsor, quizás la Zarzuela debería repensar la imagen que traslada a la ciudadanía. De hecho, parece que ya lo está haciendo, si hacemos caso de la filtración sobre las instrucciones que ha recibido determinada persona de la familia real para mostrarse menos altiva, seria y distante.

Si Felipe y Letizia hubieran sido coronados como los soberanos ingleses (con corona de brillantes, cetro y orbe, manto de armiño, oleos sagrados, carroza dorada...) las chistes sobre Burger King no pararían durante meses

Frente a las formas frecuentemente funcionariales de los actuales borbones, sus homólogos ingleses lo tienen claro: aunque lo nieguen, el negocio familiar pertenece al sector de la farándula institucional (de hecho, se refieren a la población como ‘the public’) y su misión es reproducir el libreto que han recibido de sus antepasados para que la función continúe siendo un éxito y el patio de butacas siga llenándose cada temporada.

Las cifras sobre el coste de la coronación de Carlos III pueden resultar escandalosas (bailan desde los 50 a los 130 millones de libras), pero no debemos olvidar que esta monarquía tiene un impacto estimado en la economía del país de 2.000 millones de libras anuales, fundamentalmente vinculados al turismo.

Pero más allá de lo crematístico, todo lo que rodea el funcionamiento de cualquier casa real se orienta al cumplimiento de su función simbólica. Aunque, en los países que conservan este régimen, parece que el número de monárquicos militantes se reduce de forma drástica, las estadísticas apuntan a que, simultáneamente, crece la proporción de ciudadanos que lo consideran un modelo simplemente útil.

No olvidemos que gran parte de las naciones más prósperas y democráticas del mundo son monarquías constitucionales: Reino Unido, Suecia, Noruega, Canadá, Japón, Dinamarca, Holanda, Australia, Bélgica, España, Luxemburgo, etc. Esta conveniencia pragmática puede incluso acercarse a una necesidad, como factor de estabilidad institucional e identidad colectiva, en los países con tendencias cainitas muy asentadas e inmemoriales, especialmente cuando brillan por su ausencia las figuras políticas de perfil integrador con capacidad para concitar el respaldo de sectores ideológicos contrapuestos. ¿Verdad que les suena? Show must go on.

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