Siempre me ha sorprendido la fiebre de algunas personas por coleccionar. A mí, de pequeño, no me gustaban ni los cromos. Seguro que los psicólogos le habrán encontrado al asunto ciertas ventajas para la madurez cerebral –paciencia, voluntad, perseverancia, capacidad de organización, etc...–, pero debo de ser un especimen bastante primitivo. Hace solo un par de días bromeaba con Moisés Peñalver, uno de los grandes que ha pasado por el Diari y que hoy estará visitando Atapuerca con Eudald Carbonell como guía de lujo, sobre lo mucho que nos queda en la secuencia genética de los Austrolopitecus, Homo Antecessor, Neandertales y demás preámbulos del Sapiens Sapiens.
Disculpen mi tendencia natural a irme por los cerros de Úbeda. Ya me irán conociendo mejor. Les decía que recuerdo a un buen número de compañeros de clase contagiados por la fiebre de completar el álbum de la Liga, y que nunca sentí esa pulsión que llegaba a provocar serios altercados en el patio. Sí hubo uno de coches deportivos que me hizo algo de gracia, pero poco más. La única colección que terminé fue una de fichas de animales que le costó un dineral a mi padre porque me entusiasmaban los bichos y el buen hombre ya se veía con un hijo veterinario.
Reconozco que alguna vez he comenzado alguna de esas colecciones extrañas tipo editorial Salvat que llegan con el año nuevo. Miniaturas, modelismo y otros Everest que nunca fui capaz de escalar por falta de constancia. Después de las mudanzas que he hecho en mi vida, que han sido unas cuantas por temas profesionales y personales, hace muchos años que el gusanillo sigue bajo tierra y no aflora a la superficie. Quizá por todo ello, llámenlo contraste de intereses, siempre me ha fascinado la pasión que ponen en lo suyo los grandes coleccionistas.
Hace unos días leí con curiosidad en este querido Diari cómo lo que debía ser una inspección rutinaria de la Guardia Civil para renovar el libro de coleccionista de un vecino de Calafell se convirtió en el hallazgo de un arsenal de la Guerra Civil. Los especialistas de Intervención de Armas y Explosivos y los Tedax se toparon con un cargamento de armas cortas, largas, granadas de mano y proyectiles de artillería. Las fotos de la Guardia Civil eran verdaderamente alucinantes, con todo bien ordenadito en baldas y colgado en la pared, y con una escalofriante variedad de bayonetas, machetes y cuchillos de campaña.
Increíble lo que la gente puede guardar en el trastero... La reflexión sobre esas bayonetas, un objeto diseñado a conciencia para la muerte del prójimo que refleja como pocos la crueldad de la guerra y aconseja no creer en cuentos de hazañas bélicas, me trasladó hasta una de las primeras veces que pisé Cataluña de adulto. Había estado en Barcelona algunas veces de niño y adolescente, aunque luego pasaron años hasta que regresé a finales de los noventa, ya como periodista del Diario de Burgos, a la sede de Pedralbes del Museo Nacional de Arte. Me llevó hasta allí precisamente una pieza de coleccionista que Sotheby’s iba a subastar: la Virgen de las Batallas.
La Virgen de las Batallas, procedente del monasterio burgalés de San Pedro de Arlanza, es hoy propiedad del Estado español gracias a una donación de la familia Entrecanales y forma parte de los fondos del Museo del Prado. Se trata de un esmalte medieval único que perteneció a algunos de los mayores coleccionistas del mundo, como el duque Antonio de Orleans, la baronesa Kerchove, Paula de Königsberg, los Kofler-Truniger o Edmund de Unger. Hay otras vírgenes ‘de las batallas’, incluso más bellas, en Salamanca, Sevilla o Artajona... pero ninguna puede competir con su legendario pasado, pues los antiguos cronistas aseguraban que Fernán González –primer conde de Castilla– la llevaba con él durante sus campañas militares para comulgar junto a sus caballeros antes de entrar en combate contra los sarracenos.
La excepcional pieza llegó al MNAT de Barcelona para exhibirla durante unos días antes de la subasta. Cuánto han cambiado los tiempos. Creo que hoy no sería posible por una cuestión de cortedad de miras: todo pasado que vincule a Cataluña con la historia de España está bajo sospecha. De aquellos grandes mecenas de la burguesía catalana, cosmopolita y culta, que hicieron posible una de las mejores colecciones de arte románico del mundo, apenas queda nada. Algunos han querido llamarlo expolio, pero soy de los que piensan que gracias a ellos se ha protegido y conservado un patrimonio que de otro modo se habría perdido para siempre.
Ahora sólo nos queda confiar en golpes de suerte aislados para volver a disfrutar de estas obras como se merecen, abiertas a todos y en espacios dignos de su jerarquía. Imagino que también habrán leído en estas páginas algo sobre la sorprendente Operación ‘Calçot’ y el toro íbero del siglo IV antes de Cristo recuperado en Figuerola del Camp por los expertos de la Policía Nacional. La escultura fue robada en Córdoba en la década de los 90 y vendida en Barcelona, antes de recalar en Cal Vicari, sede de la Fundación Privada Catalana para la Arqueología Ibérica desde 2006.
Qué decir del rocambolesco episodio del robo de 2010 a Llorenç Jaume Grau, barón de Llorach, en su mansión de Riudecols. Así reapareció el relicario de Santa Waldesca y comenzó la guerra por el tesoro de Sijena. Pude conocer fugazmente a Grau, también propietario de una preciosa casa modernista en Reus y fallecido en 2015 a los 70 años, y la experiencia –de lo más surrealista– merece por sí misma otro artículo. Quizá pida ayuda al maestro Antonio Coll, que le conoció mucho mejor que yo, y se lo cuento en una próxima entrega.