Hace pocos días quedó visto para sentencia el juicio de Laura Borràs. Desde su inicio una sospecha sobrevoló la sala: el posible pacto entre el fiscal y los abogados de Isaías Herrero y Andreu Pujol, los otros acusados. Su comportamiento procesal apuntaba en esa dirección. Y la sospecha se confirmó cuando, en sus conclusiones definitivas, el fiscal mantuvo para Borrás la pena de 6 años de prisión por prevaricación y falsedad, y rebajó las de los otros dos acusados a 2 años y a 14 meses, respectivamente, por la atenuante de confesión.
Esta cuestión procesal suscitó una pugna dialéctica muy enconada entre operadores jurídicos. El tándem Gonzalo Boye/Isabel Elbal reprochaba a sus compañeros de bancada pactar con el fiscal una rebaja bonificada de la pena a cambio de incriminar a Borràs, convirtiéndose, de facto, en coacusadores, y eso dejaba en indefensión a su clienta. Los otros defensores, enojados, esgrimieron la libertad de cada letrado para elegir la línea de defensa más conveniente a su cliente.
En mi opinión, el pacto es lícito y no vulnera la ley. La conformidad penal es un instrumento previsto en nuestro ordenamiento jurídico que pone fin al proceso con un pacto entre fiscal y defensa, con concesiones mutuas (la más habitual, el reconocimiento de la autoría a cambio de una rebaja de la pena), y el acuerdo es homologado por el tribunal. Algo parecido, salvando las distancias, a la multa de tráfico con descuento por pronto pago y sin recurrir. Responde al principio de economía procesal, o sea, a la conveniencia de descargar de trabajo a los juzgados y tribunales, sin menoscabo de la justicia.
El principio de consenso es una práctica generalizada y habitual en los juzgados, hasta el punto de que un porcentaje muy elevado de los casos penales se resuelven, sin llegar a juicio, por este método.
Y en el mundo anglosajón el porcentaje es todavía mayor. La propia Fiscalía General del Estado tiene reconocido que las sentencias de conformidad son un auténtico ‘balón de oxígeno’ para las fiscalías, pues con ellas se ahorran muchas horas de trabajo. Para los abogados es una figura muy útil, pues ante previsibles condenas permite reducir ostensiblemente la pena de su cliente. Algo parecido a dejarse cortar un dedo para evitar la amputación del brazo por gangrena. Obviamente, el abogado no pacta si hay posibilidades de absolución.
El pacto puede alcanzarse al principio del proceso en un juicio rápido –el que más recursos económicos y humanos ahorra–, o durante su tramitación hasta el juicio oral.
Pero es necesaria la conformidad de todas las partes. Si no la hay, el juicio se celebra. De otro lado, si unos acusados no quieren pactar y otros sí, la ley no impide el acuerdo entre estos y el fiscal, que se materializa, dentro del juicio, con el reconocimiento de los hechos y la subsiguiente rebaja del fiscal. Y esto es lo que ocurrió en el caso que nos ocupa: que Laura Borràs optó por declararse inocente y pedir su absolución, y Herrero y Pujol por confesar la autoría y garantizarse una rebaja punitiva.
Los pactos parciales se dan a diario en la realidad de nuestros tribunales. Existen numerosos ejemplos, algunos tan sonados como el caso Palau, el de Gürtel y el de Francisco Camps, cuyo juicio se celebra actualmente en la Audiencia Nacional.
Esa división de los coacusados suele generar tensiones entre los que pactan y los que no quieren hacerlo, y más si antes iban de la mano. Y es lógico, porque el reconocimiento de los hechos por parte de unos puede perjudicar a los otros y dejarlos con el culo al aire. De ahí que lo perciban como una especie de traición del compañero de causa. Pero es la consecuencia del derecho de todo acusado a elegir su línea de defensa, y más en momentos tan críticos como ante la eventualidad de ir a prisión. Frente a defensas divididas, los fiscales se frotan las manos.
Es obvio que la mayor perjudicada por el pacto fue la propia Borràs. Y lo aprovechó para apuntalar su estrategia de defensa de que era víctima de una persecución judicial por razones políticas. Sin embargo, Isaías Herrero y Andreu Pujol no parece que pactaran para incriminarla, como sostiene ella, sino para conseguir la atenuante de confesión.
Ni se inventaron los hechos que reconocieron. Y aquí está la clave: si el acuerdo hubiera falseado los hechos para lograr la condena de la expresidenta del Parlament, podría hablarse de pacto espurio, delictivo incluso por parte del fiscal (prevaricación).
O sea, terreno abonado para una denuncia de Boye. Y hay más, para conseguir la rebaja de pena los acusados varones no tenían ni tan siquiera que pactar con el fiscal, bastaba con reconocer los hechos y pedir al tribunal la aplicación de la atenuante. El resultado era el mismo.
Es aventurado predecir qué decidirá el tribunal en los próximos días. De entrada, parece que las pruebas demuestran que no solo se trocearon los contratos para eludir la normativa y adjudicar trabajos por 335.000 euros al amigo sin concurso, sino que, además, se falsearon ofertas de proveedores inexistentes para dar apariencia de concurrencia.
Pero si el tribunal –como le pide la defensa de Borràs– invalida los correos electrónicos entre acusados por haberse obtenido de forma ilícita, invalidará también las pruebas derivadas (teoría de la fruta del árbol envenenado). Y entonces ocurrirá lo que a la pirámide de naranjas cuando se le quita una de la base.
Lo que sí parece claro es que la sentencia traerá consecuencias y a pocos dejará indiferentes.