Reflexiones en tiempos de coronavirus

Cada uno hemos de ayudar en la medida de nuestras posibilidades. La suma de comportamientos individuales genera capitales ingentes de dinero y bienes

20 abril 2020 06:50 | Actualizado a 12 diciembre 2020 22:34
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Cuando escribo estas líneas se cumplen treinta y cuatro días desde la declaración de estado de alarma o, lo que es lo mismo, de confinamiento en nuestras casas. Y he de confesar, a estas alturas de la película, que los he vivido con preocupación, temor, y cierto cargo de conciencia.

Preocupación, porque estamos ante un problema a escala global, de consecuencias imprevisibles para la salud y la economía, que sin duda condicionará nuestra la vida en los próximos lustros.

Temor, porque pertenezco a eso que se llama colectivo de riesgo y podría ser una de las víctimas. Lo pensé sobre todo durante los primeros catorce días de confinamiento, ante la duda de si estaría o no contagiado. Y no es que me dé miedo la enfermedad. Las que he sufrido a lo largo de la vida las he afrontado con tranquilidad, por la confianza que me daba el equipo médico de turno y el arropamiento familiar. En cambio, el temor frente al coronavirus es estar tirado horas y horas en un pasillo del hospital con problemas respiratorios, sin asistencia médica inmediata ni acompañamiento de la familia.

Y cierto cargo de conciencia, porque mientras algunos colectivos -personal de la sanidad sustancialmente, y otros varios- se juegan la vida en su lucha contra el Covid-19, otros solo tenemos dos livianas obligaciones: lavarnos las manos con jabón frecuentemente y quedarnos en casa.

Durante ese mes largo en la retaguardia de nuestras casas se han producido fenómenos y movimientos en el campo del derecho penal donde me muevo. Comenzando por la propia denominación del encierro que vivimos, antes conocida por su vertiente de pena restrictiva de libertad individual y ahora como restricción colectiva de la relación social. Y es que confinamiento era una de las penas del código penal de 1973, que obligaba al condenado a vivir temporalmente en un lugar distinto al de su domicilio, aunque en libertad. Uno de los confinamientos más notorios fue el que sufrió Unamuno en la isla de Fuerteventura, por sus críticas políticas durante la dictadura de Primo de Rivera. Las otras dos penas restrictivas de libertad que completaban el ramillete eran el destierro o expulsión de alguien de un lugar o territorio determinado, y el extrañamiento o expulsión del territorio nacional por el tiempo de la condena. Las tres penas fueron –permítase la expresión- desterradas de nuestro ordenamiento jurídico en 1995 y el actual código no las contempla.

La medida estrella del decreto ley de estado de alarma en el ámbito penal ha sido la suspensión –salvo excepciones urgentes- de los plazos procesales y administrativos. Y, singularmente, la de los plazos de prescripción y caducidad de cualesquiera acciones y derechos, medida esta jamás vista en mi vida profesional. También están suspendidos los señalamientos no urgentes, así como las obligaciones apud acta de los acusados de comparecer periódicamente ante el juez durante su proceso. Ni que decir tiene que las guardias se hacen con mascarilla y guantes para evitar el contagio. Y buscando la distancia mínima de metro medio con otras personas, que es el radio de acción del maldito bichito.

En cuanto a los comportamientos delictivos durante el confinamiento, se ha detectado que los cibercriminales están utilizando el coronavirus como nuevo cebo para estafar a los confiados ciudadanos. No es nada nuevo bajo el sol, pues los estafadores suelen acomodar su ingenio a las circunstancias para engañar a su víctima. Pese a que los delitos en general han bajado, se han incrementado algunos, como la desobediencia a agentes de la autoridad. Ya saben: ciudadano que no respeta el confinamiento es abordado por la policía, se pone farruco, se enfrenta a ellos... y a comisaría. La violencia de género también ha aumentado. El estrés del largo encierro y la excesiva vecindad de la pareja están en el origen de esa subida.

En las antípodas se encuentran los delitos contra las personas (homicidio y sus aledaños, y lesiones), que han disminuido sensiblemente por la reducción drástica de la relación social y las restricciones deambulatorias. Lo mismo ocurre con los delitos contra la propiedad. Y es que el caco no encuentra víctimas a las que abordar en las calles, y no puede desvalijar las casas porque sus dueños están dentro todo el día. En ese sentido, circula por las redes un gracioso vídeo en el que aparece un ratero quejándose por falta de trabajo. Por último, alcoholemias hay muy pocas. La circulación ha disminuido sustancialmente y, además, quienes conducen van sobrios porque están trabajando.

Pero las grandes damnificadas de esta primavera apocalíptica están siendo la salud y la economía. La friolera de veinte mil muertos casi en estos momentos, y la señora de la guadaña con cuerda para rato, según parece. Y un horizonte económico desolador, pues según el FMI nuestra economía se desplomará un 8% este año y el paro se disparará hasta el 20,8%, la mayor caída desde la Guerra Civil.

En esa situación, ¿en qué podemos ayudar los ciudadanos de a pié, además de lavarnos las manos con frecuencia y quedarnos en casa? Ahí va mi propuesta:

Aprender la lección. El espectacular progreso de las últimas décadas ha llevado a los humanos -como sostiene Yaval Harari- al endiosamiento, a la inmortalidad casi. Nuestra soberbia y el convencimiento de ser sujetos solo de derechos, nos impiden valorar lo que tenemos: paz, seguridad, estado del bienestar. Sobre todo en Occidente, donde más estragos está causante el Covid-19, curiosamente. Y todo esto puede irse al traste por el virus que, como dice Eudald Carbonell, es un aviso a la especie y, si no hacemos caso, poco futuro tenemos. Aceptemos esta cura de humildad y aprendamos la lección.

Conjuramos y actuar unidos. Es momento de sumar, no de restar ni dividir. El ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor, solo hay que ponerlo en situación. En estos momentos tan difíciles hemos de conjurarnos para sacar lo mejor de nosotros.

Arrimar el hombro, todos. Cada uno hemos de ayudar en la medida de nuestras posibilidades. La suma de comportamientos individuales genera capitales ingentes de dinero y bienes. Y el abanico de solidaridad es amplio: donaciones (Ministerio de Sanidad, Conselleria de Salut, Ayuntamiento, Cruz Roja…), extracción de sangre, reducción de alquileres, creación de empleo... Recordemos la frase de Kennedy: «No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país».

Tener confianza. A diferencia de las guerras civiles, que generan odio y división, la lucha contra un enemigo común, externo, cohesiona y multiplica el capital humano. Y como dice Finn Lydland, Nobel de Economía, en España la clave para salir de la pandemia es mantener el capital humano, y si el confinamiento no lo destruye la recuperación será rápida.

Y presionar a los políticos para que lleguen a un gran pacto a la altura de las circunstancias. Según el CIS, el 91% de los españoles están en esa línea. ¡Ánimos para lo que nos queda de confinamiento!

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